ANTONIA MERCE: «La Argentina»

El Mundo, 19 de julio de 1998

Nació en Buenos Aires durante una gira de su padre, primer bailarín del Teatro Real. Empezó a ganarse la vida de corista. Fue amiga de Falla y favorita de intelectuales. En 1918 era ya una figura del baile español. Alta, de ojos verdes, fue una de las mujeres más elegantes de su tiempo.

ANTONIA MERCE: «La Argentina»Hay dos mujeres que protagonizan la modernización de nuestra danza en el siglo XX, su divulgación internacional y su entronización en el gremio intelectual, tantas veces refractario al folclore popular, oscuro y anónimo. Curiosamente, comparten apodo artístico, por haber venido ambas al mundo casualmente en Buenos Aires, donde actuaban sus padres. Una es Antonia Mercé, La Argentina; la otra, Encarnación López La Argentinita. Las dos fueron amigas de los músicos y poetas del 27: La Argentina, más amiga de Falla; La Argentinita, más amiga de Lorca. Ambas tuvieron que partir de abajo, del mundo de las variedades y el cabaré, para llegar, a fuerza de estudio y constancia, a enamorar a los modernos creadores españoles y al público de París y Nueva York.

Pero la primera en edad, Antonia Mercé, tuvo una vida tranquila, marcada por el trabajo y el éxito. La segunda, Encarnación López, vivió una existencia marcada por la tragedia. La primera fue una de las mujeres más elegantes de su tiempo, pero en cierto modo se convirtió en una parisina española. La segunda fue amada por los toreros y los poetas, pero padeció los dramas de ambas profesiones. La Argentina se ahorró con su temprana muerte los horrores de la Guerra Civil. La Argentinita murió tras perder su hacienda en nuestra tragedia y la salud durante la Segunda Guerra Mundial. La menor parecía estar bajo el signo de Dionisos. La mayor, bajo el de Apolo.

Antonia Mercé nació hija del amor romántico y del baile español. Su padre, Manuel Mercé, era el coreógrafo y primer bailarín del Teatro Real y conoció a Pepita Luque, cordobesa de muy buena familia, durante una gira. Se casaron y ella empezó a bailar, aunque no era ya una jovencita, como alumna de su marido. Tenía unas cualidades innatas de gracia y ligereza que su marido, sólido pero académico y algo soso en la interpretación, supo adivinar y entender como complementarias de las suyas. Formaron casi a la vez familia y pareja artística. Y en el Buenos Aires de 1890 vino el mundo su hija Antonia, llamada a ser figura máxima del baile español. Su padre no quería que bailase, sino que triunfase en la ópera, para lo que no le faltaban condiciones. Pero su esfuerzo se estrelló contra la tozudez de Antonia, que prefería los pies y hasta las manos, a ser posible con castañuelas, para expresarse.

A los 10 años entró en el Conservatorio para estudiar música, pero a cambio su padre aceptó que se incorporase también al cuerpo de baile juvenil del Teatro Real, a sus órdenes. Antoñita se llevaba mejor con su madre que con su padre, tenía de ella la intuición y la creatividad, pero no se sometía tan fácilmente al despotismo académico de Manuel. En vez de la niña mimada del Real se convirtió en la hija díscola y, en puertas de la adolescencia, casi en la oveja negra. Pero un drama familiar impidió que el enfrentamiento fuera más lejos: el padre cayó enfermo en una silla de ruedas; la madre tuvo que hacerse cargo de la academia de baile que tenían junto a la vivienda familiar, en la madrileñísima calle del Olmo; y Antonia abandonó el Conservatorio y empezó a ganarse la vida en el Teatro Apolo, de corista, mientras seguía estudiando danza con su madre.

Fueron momentos cruciales para la vida y la carrera de la bailarina. Con 13 años, tenía una base notable en música y declamación, bailaba muy bien y tenía un arte peculiar para las castañuelas, pero la última fila del cuerpo de baile en la Cuarta del Apolo, ya de madrugada, no era el mejor sitio para que cuajara una bailarina clásica. Tampoco para hechizar a un millonario, según la moda de la época, porque Antonia era longilínea, oscura y a pesar de sus ojos verdes un tanto simiesca. Gracias a los postizos y a su gracia para bailar consiguió, pese a todo, triunfar pronto en la zarzuela Las sobrinas del Capitán Grant, homenaje chusco a Julio Verne. Se instala en el Romea, donde recita, canta y baila, haciéndose con una función para ella sola llamada Los jueves de «Argentina» que además la convierte en favorita de los intelectuales del Ateneo, que le hacen allí un homenaje. Después, cuando actúa en el Kursaal, es el centro de la tertulia del palco de los artistas, que preside Valle-Inclán. Pero estos contactos no la ayudan especialmente en su carrera, aunque le proporcionen un perfil especial entre las artistas jóvenes de su tiempo.

A los 21 años sale por primera vez al extranjero, actúa en Portugal y debuta en Francia, en Le Jardin de Paris, pero su primera intentona importante en el Moulin Rouge pasa sin pena ni gloria. Todavía no tiene un género propio ni ha depurado un estilo. Vocación y condiciones le sobran. Elegancia y personalidad, también. Pero todavía está en un momento de acumulación de experiencias, de viajes, de cierto lujo y vanidad. El príncipe Trubetzkoy le hace una escultura que se expone en Nueva York y allí, durante una larga gira americana que inicia tras el comienzo de la I Guerra Mundial, estrena Goyescas, de Granados. Baila una docena de piezas típicamente españolas, con una creada especialmente para ella: La danza de los ojos verdes. El éxito de crítica es absoluto, incondicional. Cuando en 1918 vuelve a España ya es una fiigura popular en el extranjero. Y lo ha conseguido con un baile y una música genuinamente españoles, apreciados como tal por el público más exigente.

Tanteando siempre diversos géneros, hizo bastantes galas con Federico García Sanchiz, el que había de ser, un cuarto de siglo después, el charlista más famoso del franquismo. Josep María Sert le hace después los decorados de Los jardines de Aranjuez, pero Antonia está decidida a poner cerco a París, la capital artística del mundo de entonces, que se le resiste. Se instala allí tras conocer al que sería uno de los pocos hombres realmente importantes en su vida: Arnold Meckel, a quien se debe buena parte de su lento y seguro ascenso internacional y también de su relativa tranquilidad personal, porque Antonia, fuera del método en el trabajo, era de una alegría avasalladora y nerviosa que retraía a mucha gente. Meckel la hizo navegar en la época de oro del music-hall siempre como artista española con grandes aspiraciones.

Tuvo que esperar siete años para alcanzarlas. Después de varios años de trabajo reestrena El Amor Brujo, de Falla, que en su primera versión para la gran Pastora Imperio había sido un verdadero fracaso. Ampliada y mejorada por el compositor granadino y por la guionista María Lejárraga (que firmaba siempre con el nombre de su marido Gregorio Martínez Sierra), la historia de la gitana Candelas, que se debate entre un amor antiguo y tiránico y otro nuevo y magnífico, era un papel ideal para La Argentina, o así lo entendía ella a pesar del fracaso de una gran artista gitana como Pastora Imperio. Y así sucedió. Con Vicente Escudero como pareja, su éxito en el Trianón fue realmente apoteósico. Y la consagración de la crítica francesa, definitiva. Desde entonces, pudo hacer lo que quiso, dentro y fuera de España.

Francia la adopta como propia, aunque siempre dentro del género español y con protagonismo especial de Falla. Desde París puede ir a cualquier parte y de hecho recorre los cinco continentes. Agasajada en la Universidad de Columbia, también es una figura mundana. La visten Cocó Chanel y Jean Patou, a quien a veces le enmienda la plana, como en la falda corta, que ella alarga justo para cubrir sus rodillas huesudas. En su apunte biográfico de los años 70, basándose en la biografía de Néstor Luján y Montsalvatge, cuenta Antonina Rodrigo que el célebre sombrero-campana, la cloche de Lucienne, lo cambió La Argentina inclinándolo hacia atrás para mostrar sus famosos ojos verdes. Lo mismo pasó con su versión ligeramente drapeada y más sencilla del sombrero-turbante de Coco Chanel. Antonia Mercé se había convertido en una elegante internacional.

Pero desde la cumbre no olvidaba sus orígenes. La raíz popular de nuestro folclore y los bailes más antiguos, empezando por la jota, le interesaban sobremanera, aunque lo que más admiraba era el flamenco. No lo llevó al escenario en toda su pureza, ni se atrevió a cantarlo, pero sí llegó a bailarlo con gracia jonda. Al llegar la II República, Azaña le impuso la Gran Cruz de Isabel la Católica. Requerida de continuo por las asociaciones folclóricas de toda España, recibió en Barcelona, cuyo Museo del Teatro conserva cartas y valiosas pertenencias suyas, el homenaje del Esbart Catalá de Dansaires en 1934. Al año siguiente fue homenajeada por el mundo del flamenco en Madrid y actuó por última vez en el Español. El 18 de julio de 1936 se celebró en San Sebastián un festival de danzas vascas en su honor. Al terminar, se sintió mal y cruzó la frontera hacia Bayona. Murió en el camino. Pero nadie se fijó en noticia tan significativa. En España se acababa de reestrenar la Danza de la Muerte, con asombroso éxito de crítica y público.

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