
Goya es como un lienzo empapado de España, la traslación vigorosa y delicada, atormentada y gloriosa de una nación que, mientras él vive y pinta, experimenta los más amables desarrollos y las convulsiones más atroces. Toda la España de la Ilustración, de esa desembocadura ilustrada del XVIII, está en los cartones luminosos de Goya para la Fábrica de Tapices. Es la vida pintada cotidiana de un país próspero, alegre y confiado: España de romería, España jugando a las cartas, España beoda, España cayéndose de un andamio, España tomando agua para el cántaro y niños, muchos niños españoles, jugando, riendo, metiéndose las manos en los sobacos para combatir el frío, como esos hombres que caminan embozados bajo la nevada, camino de algún belén modesto. Y las riñas de las ventas. Y los ciegos cantando. Y la bella bajo el quitasol. Esa España, que aún no conoce la tragedia, está en Goya como en nadie antes ni después. Es también la España de Jovellanos, de Moratín, de los Duques de Osuna, de la tormentosa Duquesa de Alba, la pasión atormentada y baldía del Goya gentilhombre, cortesano, burgués. Que lo fue.
Cierta leyenda pertinaz presenta a Goya como un genio telúrico salido del terrón calcinado de Fuendetodos, un analfabeto aragonés cuyo carácter ocupa el lugar del intelecto y que con brochazos de rabia se pinta a sí mismo en el descamisado de
Los fusilamientos, símbolo de todos los españoles que mueren por lo suyo, digna pero ciegamente. La realidad es mucho más simple, laboriosa y racional. Goya nació en Fuendetodos un 30 de marzo de 1746 casi por casualidad. Su padre, dorador de profesión, debía de estar realizando algunas tareas en la iglesia para los Fuentes, señores del lugar, y como allí vivían unos parientes de su madre, ella esperó el parto en ese pueblo.
Pero su formación no es de la gleba sino del burgo. Vive en Zaragoza, allí concurre a las Escuelas Pías y entra a los 14 años en la escuela artística de Luzán. Goya, pues, huele a pintura desde que nace y es artista casi por transpiración. Marcha a Italia para completar su aprendizaje y tras casarse con Josefa Bayeu, sus cuñados pintores lo llevan a Madrid. Todo muy de carrera, muy de abajo arriba. El genio, para casa.
En Madrid encuentra, porque los busca, a sus verdaderos maestros, y sólo entonces empieza a desarrollar su propio estilo. Del barroco tardío de su primera obra aragonesa y dejando atrás a Tiépolo pasa al neoclasicismo de Mengs, donde perfecciona la técnica y amplía los temas. Pero ya instalado en la Corte y sobre todo a través del grabado profundiza en la obra de Velásquez. Ahí, en su identificación con el pintor sevillano, es donde empieza realmente a despegar Goya. También en su estudio sevillano de Murillo ?sin el que no se entendería la maravilla pintada de sus niños-, ese Marianito de Goya que es un ángel, ese pequeño Guye, sus Pepitos, sus picarillos a los XVII. Y Zurbarán, para los asuntos religiosos y el tratado
matérico de los tejidos. El pintor nuevo vuelve sobre sí para rehacer los temas viejos y reconocerse a sí mismo en una nueva dimensión. Los Doctores de la Iglesia que había pintado para Orihuela del Tremedal al comienzo de su carrera, que por cierto le salieron muy grandes y acabaron en Remolinos, los pinta de nuevo años después con un estilo diferente y una técnica muy depurada. Y es que Goya se entiende a sí mismo como continuador de esa escuela española de pintura. Entonces puede decir como Don Quijote: «Yo sé quién soy» y contárselo a su amigo Zapater. Y empieza a aclarar su paleta y, sobre todo, a pintar con libertad.
El género en el que madurará definitivamente es el del retrato, pero no sólo el de los personajes de la Corte, siguiendo el curso velazqueño, donde pasa del
Carlos III cazador a la
Familia de Carlos IV, cambio de paleta y de estilo para significar un cambio de época, y acabar en
Fernando VII. Son mucho más interesantes los personajes de la sociedad civil: Ricardos, La familia del Infante Luis, su hija la Duquesa de Chinchón, los de Osuna, los de Fernán Núñez, los de Alba, Pedro Romero, Costillares, La Tirana, Cabarrús, Isabel Cobos, Francisca Sabasa, Félix de Azara, docenas de hombre y mujeres, sin olvidar a los niños, que aparecen siempre con una fuerza y una individualidad genialmente apartadas del común. España se muestra en los pinceles de Goya, a finales del XVIII y comienzos del XIX, como una sociedad compuesta de personas sueltas, abigarrada y pintoresca, servida por uno de los grandes pintores de todos los tiempos. Desde 1780, es académico de San Fernando. Es decir, que mucho antes de 1808, Goya ya era Goya.
Lo que viene después es creación sobre la creación. Los dos grandes cuadros de la Guerra de la Independencia:
La carga de los Mamelucos y
Los fusilamientos, son la respuesta calculadamente desmesurada a un hecho que deja desarbolado al propio Goya. Afrancesado como casi todos los ilustrados, el pintor se siente dividido entre su querencia política y su identificación popular. Pero su convulsión interior ante los hechos, su deambular por los distintos poderes que ocupan y vacían España, su propia naturaleza depresiva y el hondón en que cae aquella sociedad dieciochesca tras la invasión napoleónica hacen de Goya una especie de sonámbulo infatigable. Llega la época de las
pinturas negras, de la Quinta del Sordo, donde vive con La Leocadia, una viuda joven. Es el nacimiento de la pintura moderna, del romanticismo en ciertos temas, del impresionismo en la técnica, del expresionismo en el gesto. Pero no todos los grabados, los
Disparates, los
Caprichos, ni, sobre todo, los
Desastres, fueron hechos para el público. Sólo la
Tauromaquia, tema predilecto hasta el fin de sus días. Otros los trata para entenderse a sí mismo y a aquella España en la que no le dejan vivir, aquel Madrid absolutista, del que se aparta para morir en Burdeos, en abril de 1828.
Ese es el Goya esencial, el que se despide cervantinamente de la vida con
La lechera de Burdeos. Vivía ya en la leyenda de las Majas, cuadros privados para Godoy, al que repintó de caballista. Y en la de Cayetana de Alba. En un cuadro soberbio, reverso en blonda, negra mantilla de viuda, del de blanco y rojo con perrito a juego, Goya la pinta con dos anillos. En un pone, «Alba»; en otro «Goya». Ella señala con el índice al suelo y allí el pintor ha escrito «sólo Goya». A sus pies y a nuestros ojos, con un sombrero de velas, para pintar por las noches nos ha quedado. O le hemos quedado a él.