¿Qué derechos -propiedad, educación- tienen las Congregaciones religiosas? Discuten Albornoz, Carrasco, Formiguera, Pildain...

Diario de Sesiones, 1 de marzo de 1933

El Sr. Ministro de Justicia (Albornoz): Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Ministro de Justicia: Señores Diputados: Me levanto a cumplir un rito parlamentario, haciendo en este debate el discurso resumen de totalidad. En mi oración, que no quisiera que fuese demasiado larga, habré de recoger, en lo que alcance mi memoria, todas las observaciones que se han formulado al proyecto desde los distintos lados de la Cámara, y no le extrañará al Sr. Botella, a mi amigo el Sr. Botella, que yo haya de dirigir principalmente mi exposición y mis razonamientos esta tarde hacia los sectores de la derecha y de la extrema derecha, que es de donde proceden las impugnaciones más vivas al proyecto. Ello no será obstáculo para que, en momento oportuno, recoja también sus observaciones, aparte de que algunos de los problemas planteados por el Sr. Botella, donde tendrán más adecuado desarrollo será en la discusión del articulado, principalmente en la discusión de los artículos 12 al 20 y después en los artículos en que se regula, conforme al precepto constitucional, la vida que han de tener las Ordenes monásticas.

Al comenzar esta discusión vino una tarde a la Cámara el Sr. Gil Robles y, en uso de un derecho indiscutible como Diputado, se limitó a realizar un acto político. Tomó el proyecto, no lo examinó, apenas hizo referencia a él, y dijo: "Eso no hay que discutirlo, eso hay que rechazarlo; no hay que discutirlo y hay que rechazarlo por que es un atropello, porque es un atentado." Yo me propongo demostrar ante la Cámara y ante el país que ni el Sr. Gil Robles ni los que opinan como él tienen razón.

Ante todo quiero dejar sentado algo que es a la vez un hecho y una observación, y es que este proyecto de ley de Confesiones y Congregaciones religiosas no viene a las Cortes, Sres. Diputados, después de una serie enconada de luchas como las que han producido en otros países la ruptura de relaciones entre el Estado y la Iglesia. No estamos, pues, por ejemplo, en el caso de Francia, al que se refería en su discurso, que celebró la Cámara, el Sr. Pildain, cuya ausencia lamento en estos instantes. (Varios Sres. Diputados: Está aquí.) Pues celebro mucho que se halle presente S.S., porque a S.S. he de dedicar una parte de mi disertación.

Decía que éste no es el caso de Francia. Allí, una serie de difíciles crisis y de peligros graves atravesados por la República habían agrupado y enardecido a las falanges izquierdistas en torno a lo que fue un día la bandera tremolada por Gambetta, cuyo lema "Le clericalisme; voilà l'ennemis", era un grito de guerra. Nosotros no agitamos ninguna bandera ni lanzamos ningún grito de guerra. Nosotros venimos lisa y llanamente a cumplir la Constitución. Sería, por tanto. Sres. Diputados de la extrema derecha, Sres. Diputados católicos, desfigurar nuestro propósito, desfigurar la obra que hemos presentado al examen de las Cortes, atribuirnos, -por honroso que ello pudiera ser para nuestra significación izquierdista- una política anticlerical. Y sería no sólo error considerable, sino injusticia de mucho bulto, suponernos inspirados por móviles sectarios, a que en ningún modo podemos obedecer porque repugna a nuestro carácter. Todo nuestro anticlericalismo y todo nuestro sectarismo en esta ocasión y con relación a este proyecto, se reducen al cumplimiento del artículo 26 de la Constitución, precepto que exige, de un lado, que la ley de Confesiones religiosas sea votada por estas mismas Cortes, y que obliga a la vez a votar una ley especial sobre las Congregaciones religiosas.

Si lo primero es imperativo, Sr. Abadal, lo segundo es no sólo conveniente, sino necesario, porque ha transcurrido más de un año desde que se promulgó la Constitución y porque no precede dejar transcurrir más tiempo sin llevar a la práctica uno de los artículos básicos de nuestro Código fundamental.

¿Qué se ha debido discutir primero que éste el proyecto de ley del Tribunal de Garantía Constitucionales? El proyecto de ley del Tribunal de Garantías Constitucionales sobre la mesa está; bien pronto será sometido el examen de la Cámara. Por lo demás, si había de discutirse este proyecto antes, o antes aquél, compete eso determinarlo al Gobierno, que es quien, habida cuenta de todas las circunstancias, dirige la política, y el Gobierno entendió que no era posible demorar ya más tiempo la presentación de este proyecto y su discusión. Por eso viene aquí, y por eso viene sin otro propósito que el cumplimiento del art. 26 de la Constitución. El Gobierno -lealmente, podrá equivocarse- no quiere hacer otra cosa que cumplir el art. 26 de la Constitución; ni más allá, ni más acá; ni más, ni menos; ni atenuaciones, ni agravaciones; el cumplimiento fiel, con error posible, -claro está, esto es inevitable-, pero con el más leal de los propósitos. En este sentido he de decir yo las palabras que son necesarias para hacer el discurso resumen de totalidad, respondiendo en todo momento a este propósito del Gobierno, que no es otro, repito, que el de cumplir el art. 26 de la Constitución.

Informa todo el proyecto, Sres. Diputados, un principio que es alma de la Constitución: la soberanía del Estado. Esta doctrina de la soberanía del Estado podrá no ser grata a los Sres. Diputados de la extrema derecha, a los Diputados católicos; pero es, sin embargo, una doctrina bien conocida de ellos en materia de política eclesiástica, porque, en materia de política eclesiástica, los derechos del Estado moderno se llamaban en el Estado del antiguo régimen regalías de la Corona.

Por la regalía del patronato, no podía subir el prelado a su Silla sin licencia del Rey; por la regalía de intervención, eran impuestas a los eclesiásticos rebeldes las mismas sanciones que, a veces, con escándalo vuestro, con vano escándalo vuestro, ha tenido que imponer la República. Lasa bulas, los breves, los rescriptos pontificios, tropezaban, cuando eran atentatorios a la dignidad o a la independencia del Estado, con la negativa del pase regio, y la regalía de guardiana demuestra hasta qué punto, como veremos luego, el Estado del antiguo régimen consideraba y defendía los bienes eclesiásticos como un patrimonio nacional.

Y he aquí -siento no ver ahora enfrente de estos escaños al señor Valdecasas- cómo nuestros ascendientes en la materia no son los jacobinos de los anticlericales franceses; nuestros antecesores en la materia fueron los grandes juristas y teólogos españoles. Tengo gran satisfacción en decir a la opinión católica de nuestro país que nuestros precursores en la materia, Sres. Diputados católicos, fueron los grandes juristas y los grandes teólogos españoles Palacios Rubio, el Consejero de la Reina Católica; Vázquez Menchaca; Gregorio López, el insigne glosador de las Partidas; el gran Melchor Cano; Alonso Cepeda, el comentarista del primer Ordenamiento de Alcalá; el Consejero de Indias, Solórzano Pereira; Ramos del manzano, Presidente del Consejo de Castilla; Fray Prudencio de Sandoval, Obispo de Pamplona; el gran D. Melchor de Macanaz. Del mismo modo, Sres. Diputados católicos, cuando proclamamos en la Constitución de la República la libertad religiosa, lo que hacemos es afirmar una de las más castizas tradiciones españolas, porque ya en el Fuero Viejo de Castilla se autoriza a los judíos a jurar en la sinagoga, o, lo que es igual, ante sus jueces y por sus creencias, y en el Fuero Real se respeta la fiesta del Sábado, y en el primer Ordenamiento de Alcalá, y en una famosa pragmática de Don Juan II, se dan lecciones de tolerancia y de transigencia, lo bastante ejemplares para confundir al antisemitismo moderno; lo cual quiere decir -permitidme que insistentemente me dirija a vosotros, Sres. Diputados de la extrema derecha, con todos los respetos- que nosotros, sin llamarnos tradicionalistas, descubrimos y alumbramos la verdadera tradición de nuestro país, oscurecida durante los siglos últimos por el despotismo extranjero, para incorporarla a las corrientes modernas de la democracia y a una obra -la nuestra, la de todos, la de estas Cortes Constituyentes de la República- que no por ser revolucionaria deja de tener aquel indispensable sentido de continuidad histórica, que es el único con el cual se pueden hacer las grandes obras nacionales. (Muy bien. Muy bien.)

Los artículos fundamentales del proyecto son los que van del 11 al 20, en el primero de los cuales se declara que los bienes eclesiásticos son propiedad pública nacional. Sin razonamientos, sin reflexión, precipitadamente, los impugnadores del proyecto, del lado de la extrema derecha de la Cámara, han tomado en bloque estos artículos y han dicho: "Aquí hay una confiscación de bienes de la Iglesia"; y una vez más, con escasa prudencia, permitidme que lo diga así, han lanzado al hemiciclo, sin parase en las consecuencias, la palabra "despojo" ¡Mucho cuidado, Sres. Diputados de la extrema derecha! En primer lugar, no se trata de los bienes de la Iglesia, no se trata de los bienes de la propiedad pirvada de la Iglesia, se trata de los bienes del culto o para el culto, cosa enteramente distinta, concepto jurídico en un todo diferente. En segundo lugar, y a consecuencia de esto, no hay tal despojo, como voy a tener el honor de demostrar ante la Cámara y ante el país, ante el país católico, al cual no se le pueden decir ciertas cosas, señores Diputados.

El proyecto de ley hubiera podido ladear esta cuestión, que, sin duda, era espinosa, hubiera podido no referirse de una manera directa y concreta al problema de los bienes eclesiásticos: ¿hubiera sido prudente, hubiera sido hábil, hubiera sido político? No lo sé; no hubiera sido honrado, y ello bastaba para que semejante criterio y procedimiento tal no fueran vistos con agrado y con simpatía por el Gobierno. Había que afrontar el problema de los bienes eclesiásticos al consagrar, mediante este proyecto de ley, la separación del Estado y de la Iglesia en España, y al afrontar este problema, Sres. Diputados, el Gobierno entendió que no había otra solución posible sino la que se le da en el proyecto de ley la de declararlos bienes de propiedad pública nacional. Fundamentos de esta proposición, de esta solución: una doctrina que no ha inventado el Gobierno. El culto católico era en España, desde los tiempos de Recaredo, un culto oficial; el culto oficial es un servicio público, los bienes afectos a un servicio público son bienes públicos; deploro otra vez, nuevamente, que no se encuentre en este momento en su escaño el Sr. Valdecasas, que impugnó especialmente esta parte del proyecto de ley. Que los bienes afectos a un servicio público son bienes públicos no lo discute nadie seriamente en Europa desde la época, ya remota, en que el escritor Proudhon publicó su célebre tratado "De dominio público"; y no hay un solo tratadista de alguna autoridad y de todas las ideas como Duguit, Hauriou, hombres de derecha, que no sostengan que los bienes afectos a un servicio público son bienes de derecho público, y todos estos autores, y otros, que no pecan ciertamente de una significación radical, como Barthèlemy, coinciden en que los bienes afectos al servicio público, es decir, los bienes religiosos, son bienes públicos, y no sólo es la teoría dominante en el Derecho administrativo moderno, sino también la teoría dominante en el Derecho civil, y ya los primeros comentaristas del Código napoleónico sostenían que las iglesias, así como los cementerios, eran bienes públicos, en cierto modo bienes nacionales. Pero no es esto sólo, es que ha sido la doctrina legal española constantemente, sin interrupción hasta estos últimos años del siglo XX, que los bienes eclesiásticos, mejor dicho, los bienes del culto y para el culto, Sres. Diputados católicos y Sres. Diputados sacerdotes, no han sido nunca, según la legislación española, bienes de la Iglesia; ¡nunca!

Ved lo que dice la ley III, del libro I, del Título V del Fuero Real: "No pueda Obispo, ni Abad, ni otro Prelado cualquiera, vender ni enajenar ninguna cosa de las que ganare o acrecentare por razón de su Iglesia". ¿No está esto claro? Pues oíd lo que dice la ley I, título XIV de la Partida I: "E las cosas de la Iglesia non se pueden enagenar si non por alguna destas razones señaladamente". Enumera las razones; por ejemplo, el hambre de los pobres, para redimir a los cautivos, etcétera. ¿No es esto suficientemente explícito? Pues aquí tenéis la ley XV, del título V de la Parida V: "Ome libre que la cosa sagrada o religiosa o santa o lugar público, assí como las plaças e las carreras, e los exidos, e los ríos, e las fuentes que son del Rey o del común de algún Concejo non se puede vender ni enajenar". (El Sr. Molina: En eso estamos conforme, Sr. Ministro.) Pues si estamos conformes, espero que también lo estará S.S. con la conclusión a que me prometo llegar. (El Sr. Molina:Me parece que no va a ser lógica; ahí se refiere a las personas, no a la Iglesia.) Aquí se refiere a que todos estos bienes de que estoy hablando, no están en el patrimonio privado de la Iglesia. (El Sr. Molina: Habla de los clérigos; "privados" de los clérigos, no de la Iglesia.) Si estuviesen en el patrimonio privado de la Iglesia, ésta podría disponer de ellos, y no podía, como veremos después (El Sr. Molina: No podían los clérigos; pero la Iglesia, sí.) La Iglesia tampoco. Si pudiesen los clérigos, podría la Iglesia.

Esta doctrina es, asimismo, la de la Novísima Recopilación, que estaba vigente cuando se hizo el Concordato de 1851 y el Convenio-ley de 1859-1860. En la Novísima Recopilación hay leyes como las siguientes: Libro I, título II, ley IV; es una ley de carácter particular, en la que se dice que se necesita real licencia para hacer obras en las iglesias del reino de Granada. Otras tienen un sentido general. Leyes I a VII, libro I, título V: "Los bienes de culto son inalienables y su desafectación está sometida a la superintendencia del Rey." Ley VI, título V, libro I: es una ley que confirma la posibilidad que el Rey tiene de usar la plata y los bienes de la iglesia para fines nacionales.

Y que este sentido, Sres. Diputados católicos, es absolutamente el de toda la legislación española hasta el momento actual, lo confirma una Real orden que no he de leer aquí, pero que pueden ver SS.SS., del año 1834, referente a la licencia necesaria del Rey, superintendente de todos los bienes eclesiásticos, de todos los bienes para el culto, para hacer obras, aun cuando sean de mejoras, en los templos; otra Real orden, me parece, del año 1849; otra Real orden del año 1869; viene luego la Constitución, en la que el carácter del culto católico oficial se afirma de modo que no ofrece la menor duda y siguen afirmando este sentido, que arranca ya de la primitiva legislación castellana, las disposiciones del Poder público posteriores a la Constitución del 76; por ejemplo, una Real orden de 1887 sobre capellanías laicales, el artículo 36 de la ley de Presupuestos del año 1890, el Real decreto del año 1918 sobre la reparación de templos e incluso una disposición de la dictadura -de esa dictadura que a muchos de vosotros os fue tan cara- del año 1930, que empezaba de esta manera: "Podríamos comenzar afirmando la soberanía, la potestad del Estado sobre estas clases de bienes". Luego, de una manera específica, esa disposición se refiere a los bienes que constituyen, podríamos decirlo así, el patrimonio artístico nacional, el tesoro nacional. En todas estas disposiciones, que acabo de enumerar, se afirma la misma doctrina que se sostiene en esas otras leyes viejas y en alguna más reciente de Castilla, a que también he aludido. Los bienes del culto para el culto no son patrimonio privado de la Iglesia; los bienes del culto para el culto están en poder de la Iglesia meramente en la afectación a ese mismo servicio, la Iglesia no puede disponer de ellos; no puede disponer de ellos nadie que no sea el Estado; es decir, en aquella época el Rey, hoy el Estado moderno con todo lo que representa y con todo lo que significa. Por consiguiente, Sres. Diputados católicos (y nuevamente os ruego que me dispenséis esta insistencia respetuosa con que a vosotros me dirijo, deseoso de demostrar mi tesis, no tanto en el recinto de esta Cámara, como ante el país, y, muy señaladamente, ante la opinión católica del mismo), no tenéis derecho a decir a la opinión nacional que profesa vuestras ideas que hemos arrebatado a la Iglesia sus bienes, que hemos realizado un despojo, que hemos verificado una confiscación y, mucho menos, que hemos consumado un latrocinio, no; el Estado moderno, el Estado laico, el Estado republicano no hace otra cosa que reivindicar los derechos, las prerrogativas, las potestades que ha tenido siempre el Estado en España; no iba a hacer en defensa del patrimonio nacional la República menos de los que hizo la monarquía; por consiguiente, esta primera objeción que vosotros hacéis al proyecto de que es una confiscación, de que es un despojo, no se puede mantener: el Estado declara la propiedad nacional de esos bienes con un derecho indiscutible, con un derecho absolutamente indiscutible, y yo tengo que afirmarlo así ante la Cámara y ante toda la opinión de nuestro país. (El Sr. Molina: ¿Me permite el Sr. Ministro de Justicia una interrupción?) Todas cuantas S.S. quiera. (El Sr. Molina: Si el Estado tiende a recobrar ese privilegio o esa autoridad sobre los bienes porque están afectos al culto público, ¿por qué no se cuida también de atender a las personas consagradas a éste? Rumores.)

No pretenderá S.S., Sr. Molina, que aun cuando no sea más que a los efectos de esta discusión, sean comparadas las personas eclesiásticas con los bienes inmuebles. (Risas.- El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)

Yo tendré mucho gusto en discutir con S.S. esta materia, como ya lo hice cuando se discutió el presupuesto último, y como volveremos a hacerlo cuando se discuta un proyecto de ley que está sobre la mesa, regulando la total extinción del presupuesto eclesiástico dentro del plazo que señala la Constitución del Estado.

Y si no hay un despojo, si no hay una confiscación, porque los bienes del culto para el culto no han sido nunca de la propiedad privada de la Iglesia, ¿hay un abuso por parte del Estado cuando al regular lo relativo a los bienes económicos de la Iglesia, en aquella parte que el Estado reconoce de la propiedad privada de la misma, establece una limitación? Tampoco, Sres. Diputados católicos. En España, el Estado no renunció nunca a esa limitación del patrimonio de la Iglesia y de los monasterios; no renunció nunca.

El Sr. Valera leía ante vosotros unas páginas de Jovellanos -de las que yo no voy a hacer nuevamente uso-, en las que se citan, una por una, absolutamente todas las disposiciones de la tradicional legislación española, limitando la adquisición por la Iglesia y por las manos muertas de bienes raíces. A esa recopilación que se comprende en las notas de Jovellanos, leídas por el Sr. Valera, se podría añadir el texto de una ley de la Novísima Recopilación, que tengo aquí y que no he de leer porque no quiero en modo alguno causar la atención de la Cámara. Se ha limitado siempre el derecho de adquirir de la Iglesia; tradicionalmente, en nuestro país, se ha limitado por motivos económicos, por motivos jurídicos y por motivos políticos. Se ha limitado por motivos jurídicos, por la índole de lo que se ha venido llamando manos muertas, con todo lo que ello significa en relación al orden contractual y con relación al movimiento de los bienes en el país. Se ha limitado en el orden económico, porque hubo un momento, Sres. Diputados, en que se encontraba en poder de la Iglesia católica en España, un sexto de la propiedad territorial de nuestro país; momento aquel en que representando todas las rentas fiscales del Imperio español, comprendida América, 18 millones de escudos, cerca de dos millones constituían la renta de 52 potestades eclesiásticas, y en que sólo una de ellas, el arzobispo de Toledo, tenía una renta superior a 300.000 ducados; momento, señores y señor Gómez Roji, que no era precisamente el de mayor abundancia, bienandanza y bienestar del pueblo.

El Sr. Gómez Roji esta tarde hizo lo mismo que otro de los oradores anteriores, el Sr. Molina, el cual pretendió establecer aquí unos paralelos entre el laicismo y la miseria popular. ¡Apurados andarían SS.SS. si quisieran establecer paralelos semejantes!

Acabo de referirme a una época en que la Iglesia tenía en España una opulencia fabulosa; en esa época, sólo en una diócesis, en la de Calahorra, por ejemplo, había más de 18.000 clérigos. En esa época estaba España llena de conventos, y en esa época, en que no había nada que de cerca ni de lejos pudiera parecerse a laicismo, Sr. Molina, era precisamente cuando las gentes morían de inanición, lo mismo que en una época análoga del reinado de Fernando VII, bajo los apostólicos era la de Jaime el Barbudo y de José María, "el Tempranillo". (Muy bien.)

Antes de pasar adelante recogeré, sin perjuicio de remitirme a la discusión del articulado, y para que de ninguna manera sea ello achacado a descortesía, una de las observaciones que mi amigo el Sr. Botella hacía al proyecto de ley, diciendo que al dejar los bienes que el Estado declaraba de propiedad pública nacional, afectos al servicio del culto católico, se vulneraba el artículo constitucional, en el sentido de representar esto algo así como una ayuda o un subsidio económico otorgado a la Iglesia. Creo yo, Sr. Botella, que no, porque el sentido en que la Constitución habla de ayuda económica es otro, ya que el hecho de quedar los bienes para el culto adscritos al mismo, en poder de la Iglesia, implica un gasto y un esfuerzo de conservación y de administración que no puede menos de representar una carga que recaería sobre el Estado, si los tomara para sí éste; carga que no sería fácil de conllevar, y porque, además, se trata de bienes desvalorizados.

Estos bienes que el Estado declara de propiedad pública nacional, quedan afectos al servicio del culto católico; es decir, quedan fuera del comercio; estos bienes siguen siendo inalienables, siguen siendo imprescriptibles, son bienes desvalorizados; no son susceptibles de un beneficio económico, no pueden , por ejemplo, ser objeto de alquiler; son bienes que no están en el comercio, y como no pueden ser vendidos, ni hipotecados, ni permutados, no pueden ser alquilados. Un alquiler de esos bienes, Sr. Botella, dicho sea con todos los respetos que merece la competencia de S.S. en la materia, sería algo nuevo, un contrato de una forma jurídica rarísima; no sé qué podría ser eso. Y esta situación nace de que quedan adscritos al culto católico y continúan siendo inalienables e imprescriptibles.

Me inclino, además, a creer que esto no puede significar, no significa privilegio o ayuda en el sentido económico a la Iglesia, el hecho de que en este sentido no ha llegado hasta el Gobierno reclamación alguna, las demás Iglesias existentes en España no han protestado contra esta disposición del proyecto, no se han considerado agraviadas, no se han considerado lesionadas; lo cual quiere decir que ellas no han visto que se las coloque en situación distinta, ni que el mero hecho de quedar los bienes para el culto católico afectos la mismo en este proyecto de ley, implique un auxilio o represente un privilegio concedido a la Iglesia católica.

Pero, además, hay una cosa que a mí me importa declarar, sobre todo cuando, como he dicho otra tarde, tanto el Gobierno como yo hemos querido hacer una ley nacional; esos bienes no los hizo el Estado laico, no los hizo el Estado republicano, no los hizo el Estado revolucionario; esos bienes los hizo la piedad católica, esos bienes los hicieron las creencias del país, los hizo la historia, y yo creería que violábamos algo tan augusto como un mandato histórico, si nosotros, a la vez que para salvaguardarlos los declaramos bienes de propiedad pública, pusiéramos manos sobre ellos para considerarlos como patrimonio privado del Estado, en vez de considerarlos como bienes de servicio público nacional. (Muy bien.)

Y ahora voy a pasar a uno de los puntos más delicados del proyecto, que tiene mayor emoción y que espero que podré desenvolver con toda libertad, porque habré de hacerlo sin herir los sentimientos de nadie. Digo esto porque me doy perfecta cuenta de cuál es la situación de elementos que, sea cualquiera la fuerza que tengan en el país, aquí están en minoría; están en minoría con la representación de unos intereses nacionales o públicos, como se les quiera llamar, que no se les puede desconocer. Con este respeto, que es obligado en mí, me propongo, Sres. Diputados, ahora aludir al problema de la enseñanza en el presente proyecto de Confesiones y Congregaciones religiosas, y veré sin tengo la fortuna de contestar con claridad, ya que no con suficiente fuerza de razonamiento para convencerle, porque ésto lo dudo, por lo menos con claridad, a mi querido amigo el Sr. Carrasco Formiguera.

La libertad de enseñanza. Uno de los argumentos que principalmente se esgrimen aquí y fuera de aquí contra este proyecto de ley, es el de que va contra la libertad de enseñanza, de la cual se dice, y creo haberlo oído aquí en este debate, aquí en este mismo sitio, que es un derecho inseparable de la personalidad humana; uno, por lo visto, de aquellos derechos individuales inalienables e imprescriptibles, uno de los derechos característicos de la soberanía, según la escuela de Rousseau. ¿No? Algo semejante. La libertad de enseñanza, advierto el interés con que me sigue en esta parte de mi discurso mi querido y siempre respetado maestro Unamuno, la libertad de enseñanza ha seducido siempre a todos los espíritus generosos, que es lo mismo que decir a todos los espíritus liberales; por eso han defendido la libertad de enseñanza republicanos franceses de un republicanismo tan indiscutible, como, por ejemplo, el viejo Laboulaye, Julio Simón, Favre y Julio Ferry, del cual tendremos que hablar dentro de un instante. Por eso defienden la libertad de enseñanza en España, entre otras personas que merecen todos nuestros respetos y nuestra más alta estimación, el Sr. Unamuno y el señor Marañón, para citar sólo a estos dos hombres insignes, compañeros nuestros en la Cámara. Pero aquellos republicanos franceses se convencieron pronto de que estaban en un error defendiendo la libertad de enseñanza. ¿Por qué? Porque les convenció el ejemplo de su propio país. Los católicos franceses habían conseguido ya en el año 1839 la llamada ley Lisseau, en la cual se asignaba en la enseñanza primaria el primer lugar a la educación religiosa y se atribuía un puesto en los consejos de comuna, encargados de vigilarla, al cura párroco. Los católicos franceses habían conseguido en el año 1850 la célebre ley Favre, en virtud de la cual, prácticamente, se les entregaba la segunda enseñanza; mediante esa ley podían abrir colegios sin más requisito que una declaración; y mientras el profesor del Estado necesitaba ser un titular, al profesor de ese colegio privado de segunda enseñanza le era bastante el ser declarado apto por una comisión de siete miembros, de los cuales sólo uno era representante del Estado.

Pero no les bastaba esto, y entonces lo que quisieron fue conquistar la Universidad y emprendieron una campaña inolvidable que produjo una emoción extraordinaria en toda Europa contra la Universidad; contra la Universidad napoleónica, contra la Universidad revolucionaria, contra la Universidad moderna. Decían de los profesores de Universidad que eran los apologistas de los regicidas del 93 y que tenían la misión sacrílega de transformar a los jóvenes en bestias inmundas y en animales feroces; atribuían a las consecuencias de la enseñanza universitaria todos los delitos y todos los vicios que corroían las entrañas de la sociedad francesa, como de todas las sociedades contemporáneas; decían que todas las escuelas de Instrucción pública de Francia, bajo la rectoría suprema de la Universidad, eran focos de pestilencia pública; y con esta campaña consiguieron, primero, abrir brecha en el Consejo de la Enseñanza superior y, más tarde, el derecho de fundar Facultades libres, en las cuales el Estado se reservaba sólo la colación de grados en el Bachillerato de Letras y Ciencias, en que los demás grados eran concedidos por un Tribunal mixto, en que esas Facultades estaban también representadas y que, además, sólo requerían un Decreto para ser autorizadas, mientras que para ser extinguidas requerían nada menos que una ley.

Así se fundaron las facultades católicas de París, Tolosa, Lila, Angers y otras, Facultades que se comprometían a no funcionar sino bajo la autoridad del Papa, que estaba representado en ellas por un canciller; y así se llegó a dar el caso de que los cursos universitarios eran abiertos en una buena parte del país francés, no bajo los auspicios del Presidente de la República, no bajo los auspicios del Jefe del Estado, sino bajo los auspicios y bajo la alta presidencia moral del Sumo Pontífice. Y fue entonces cuando se convencieron los republicanos franceses, mi insigne maestro Unamuno, de que aquella bandera de la libertad de enseñanza no había sido otra cosa que una bandera clerical, y cuando Jules Ferri, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, que había defendido con los demás la libertad de enseñanza, hizo las famosas leyes escolares "les lois escolaires", y fue cuando se hizo la escuela laica, y cuando se llegó, por fin, a la legislación de Combes; desengaño, decepción de aquellos republicanos, que, al defender la libertad de enseñanza, al patrocinar la libertad de enseñanza, al agitar la libertad de enseñanza como una bandera liberal y revolucionaria, no habían hecho otra cosa que dejar en manos de la Iglesia una bandera clerical, con la cual había llegado a punto de apoderarse de los destinos públicos de Francia. (Muy bien.)

La Iglesia no ha necesitado siglos y siglos de la libertad de enseñanza. La Iglesia ha tenido siglos y siglos la libertad de enseñanza y no la ha practicado. Aparte el esfuerzo que con posterioridad representan las Escuelas Pías, durante el transcurso de largos siglos la enseñanza eclesiástica no tiene más símbolo que el pobre sacristán que da algunas enseñanzas en el atrio de la iglesia. La reivindicación de la enseñanza como una función pública -aquí está la médula del problema, Sres. Diputados-, es la obra del Estado moderno y revolucionario.

En España, el primer documento en el cual se habla de enseñanza pública es la Constitución de 1812, que tiene un artículo según el cual la Patria no necesita sólo de soldados que la defiendan con las armas en la mano, sino también de ciudadanos que promuevan su felicidad con todo género de luces y de conocimientos. Y el primer reglamento de Instrucción pública que se dicta en España, es de las Cortes liberales y revolucionarias de 1821, y bajo la Constitución liberal de 1837 realiza su obra Montesinos, se crea la Escuela Normal Central y se vuelve a dictar otro plan de Instrucción pública. A los moderados no se les debe más que una ley, la ley Moyano, ley muy importante, ley que fue cumplida en lo negativo, en aquella parte que pone la enseñanza pública bajo la dependencia de los obispos, nunca de un modo positivo, en el sentido de fundar las escuelas que en aquella ley se prescribían. Y es, Sres. Diputados, que la monarquía borbónica, durante el siglo XIX, se caracteriza por un desprecio bárbaro a la cultura. Todavía en el año 1901, ya en el primero de este siglo, en un debate que se produjo en esta Cámara, fueron aducidos hechos tan espantosos como los siguientes: todavía en los comienzos de este siglo el Ayuntamiento de Nueva York gastaba en instrucción primaria más que todo el Estado español y el Estado español gastaba en charangas para los batallones de Cazadores más que en material científico para todas las Universidades del reino.

Por eso os decía antes que la Monarquía y, sobre todo, la Restauración, se caracterizan por un desprecio bárbaro a la cultura, y si bajo aquella instrucción se hace algo en sentido de mejoramiento de la instrucción pública, al pie de cada una de las disposiciones en ese sentido va siempre la firma de un Ministro liberal. Se crea el Museo Pedagógico por un Ministro liberal: Albareda; se conceden derechos pasivos a los maestros por un Ministro liberal: Navarro Rodrigo; se dictan nuevas disposiciones beneficiosas para la enseñanza pública por otro Ministro liberal: Gamazo; se asigna al Estado el deber de pagar a los maestros, y esa obra lleva la firma de otro Ministro liberal; Romanones. Y de la misma manera son Ministros liberales los que crean la Residencia de Enseñanza, la Junta de Ampliación de Estudios, el Instituto-Escuela, etcétera, etc. La obra de la enseñanza como función pública ha venido siendo históricamente una obra liberal, y es el Estado liberal, el Estado de la revolución en España, como en todo el mundo, el primero en reivindicar esta función pública, porque tiene la misión de educar al pueblo; misión que para nada importaba a la Monarquía. (El señor Oreja Elósegui: ¿Por qué no cita S.S. al Sr. Silió?) Porque he trazado los perfiles suficientes para caracterizar un ciclo histórico. (El Sr. Oreja Elósegui: ¿Hasta el final?) Hasta el final, naturalmente; desde que comienza en España el Estado revolucionario, el año 12, hasta que adviene la República. Este es todo un ciclo histórico.

De manera que es la conclusión a que yo quería llegar, que la Iglesia, que durante siglos y siglos puede practicar la libertad de enseñanza, que nadie le disputa, no la practica y no se acuerda de que hay libertad de enseñanza hasta que surgen en los nuevos estadios de la civilización los hijos de la nueva burguesía, y la enseñanza, de ser un sacerdocio, puede convertirse en una industria, y en una industria que, además de ser lucrativa, proporciona el medio de influir sobre las que han de ser después las clases dominantes del país. (Aplausos.- Entre los Sres. Molina y Jiménez y García de la Serrana y otros Sres. Diputados se cruzan interrupciones que no se perciben claramente.- El Sr. Presidente reclama orden.)

La instrucción pública, la educación nacional, es una función del Estado (procuro matizar, expresarme con precisión, que es el modo de lograr toda claridad), que tiene un cimiento sobre el que reposan y descansan unos principios cardinales. El Estado moderno es el Estado laico, que no es, Sres. Diputados católicos, el Estado ateo, y no puede haber libertad de enseñanza confesional contra el Estado laico.

El primero en reivindicar la libertad de enseñanza como un derecho en una gran asamblea política fue Mirabeau; pero Mirabeau, que defiende la libertad de enseñanza, sostiene que la educación nacional tiene que ser dada en la escuela política, en la escuela nacional, en la escuela de todos, en la escuela que no divide, que no escinde, que no separa; en la escuela en la cual puede forjarse una conciencia nacional. Y el primer gran pedagogo que reivindica la libertad de enseñanza es Condorcet, el gran pedagogo de la revolución, y según Condorcet, la libertad de enseñanza exige, ante todo, la libertad de conciencia, y la libertad de conciencia impide enseñar dogmas a título de verdades, y la libertad de conciencia impide que dogmas defendidos y propagados en una situación de privilegio pueden hacer una competencia ilegítima a las libres opiniones (Muy bien.), y en este sentido, Condorcet, el gran pedagogo liberal que es al mismo tiempo el gran pedagogo de la revolución establece una incompatibilidad radical y absoluta entre la Iglesia como cuerpo y lo que puede y debe ser la función pública de la enseñanza en una democracia. (Muy bien.) Y ya va quedando claro esto de la libertad de enseñanza.

Señor Carrasco Formiguera, entre el proyecto del Gobierno y el dictamen de la Comisión no hay, en esa materia, ninguna diferencia esencial. (El Sr. Carrasco Formiguera: Pues votemos el proyecto del Gobierno.) No pueden enseñar las Ordenes monásticas; lo prohíbe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): ¿Monásticas o religiosas? Porque no es lo mismo.- Rumores en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Tengan la bondad de guardar silencio.

El Sr. Ministro de Justicia: Decía que no pueden enseñar las Ordenes monásticas, lo prohibe la Constitución. (El Sr. Guallar (D. Santiago): Pero las que no pueden enseñar, ¿son las monásticas o las religiosas?.- Rumores y protestas en la mayoría.)

El Sr. Presidente: Este régimen de estar interrumpiendo constantemente los discursos de los Sres. Ministros, es absolutamente intolerable.

El Sr. Ministro de Justicia: A mí no me molestan las interrupciones.

El Sr. Presidente: Me lolestan a mí en representación de la cámara.

El Sr. Ministro de Justicia: Y menos cuando son tan inocentes como la que acaba de producir el Sr. Guallar.

No pueden enseñar las Congregaciones, porque lo prohíbe la Constitución, ni por sí, Sr. Carrasco, ni por persona interpuesta. ¿Qué es lo que pregunta S.S.? ¿Si un religioso, por el mero hecho de ser religioso, o un sacerdote, por el hecho de ser sacerdote, hombre docto, versado en cualquiera de las disciplinas científicas, con los títulos que el Estado requiere y declara bastantes, puede ser, a título individual, profesor en un establecimiento del Estado? A juicio del Gobierno, sí. La prohibición de la enseñanza a las Ordenes religiosas como cuerpo es un derecho y es un deber de la democracia; la prohibición de esa otra enseñanza al hombre de ciencia a título individual, sería una violación de los derechos individuales, que también los tienen los católicos; sería una monstruosidad, que este Gobierno es incapaz de cometer. (Muy bien.) La cosa está, pues, clara, lo mismo en lo referente a los bienes, que en lo referente a la enseñanza. (El Sr. Carrasco Formiguera: ¿Y la enseñanza privada, Sr. Ministro? Perdóneme la interrupción; pero es para que quede bien clara esta cuestión.) Las Ordenes religiosas no pueden enseñar como cuerpo, ni por sí ni por persona interpuesta, o lo que es igual, no puede haber, con arreglo a la Constitución, colegios de Ordenes religiosas. ¿Está claro? Pues eso es lo que dice la Constitución y eso es lo que sostiene el Gobierno. (El Sr. Carrasco Formiguera: A mí me basta con que un religioso pueda enseñar particularmente.)

La cosa está, pues, clara, digo, lo mismo en lo referente a los bienes que en lo referente a la enseñanza. En lo que respecta a los bienes, libertad de la Iglesia para adquirir todo aquello que sea indispensable para el cumplimiento de su misión y para la realización de sus fines; derecho de propiedad privada, con todas sus consecuencias, para su desenvolvimiento, como una institución de carácter religioso; para eso, sí. En cambio, no puede haber libertad para el abuso adquisitivo en materia económica. La Iglesia tiene derecho a los medios económicos que requiere su desenvolvimiento y su desarrollo como tal iglesia; pero la iglesia no puede tener una libertad de adquisición económica que le permita llegar a ser una grande y temible potencia política, un Estado dentro del Estado; eso no puede permitirlo la democracia encarnada en este régimen republicano.

Y en cuanto a la enseñanza, lo mismo. Toda la libertad que haga falta para enseñar la Iglesia sus doctrinas, en el catecismo, en la iglesia, en el salón de conferencias, en la plaza pública; toda la libertad que haga falta para enseñar la doctrina religiosa, con la moral religiosa que se desprende de la misma. Libertad de enseñanza, como una industria, o en cuanto suponga función pública, que compete al Estado, eso, no; y ciertamente no por despotismo ni por tiranía del Estado republicano, sino porque la Iglesia no tiene la misión de enseñar. Jesucristo, dijo un insigne Prelado americano, el Obispo Espaldi, de mucha más autoridad que vosotros (Rumores en la minoría agraria), no enseñó ciencia, ni historia, ni literatura, ni gramática; fundó una Iglesia, no fundó una academia. (Aplausos en la mayoría.)

Y unas palabras, no muchas -porque no quiero prolongar excesivamente este discurso-, sobre las Ordenes religiosas.

El Sr. Otero Pedrayo, en un discurso que yo escuché con delectación y que no sé si calificar de místico o de poético, suponía a la República y, en general, al Estado moderno, tal rudeza que le incapacitaba para darse cuenta de lo que representaba la espiritualidad de las Ordenes religiosas. No sé si el Sr. Otero Pedrayo se encuentra en la Cámara, pero yo tengo mucho gusto, hállese o no, en contestarle. No; el Estado moderno, el Estado revolucionario, tiene la suficiente delicadeza para darse cuenta de toda la espiritualidad que pueden representar las Ordenes religiosas y todas las instituciones humanas. El Ministro que en estos instantes molesta a la Cámara, tiene para esa suerte de espiritualidad una especialísima inclinación. En efecto, ¡exquisita espiritualidad la de un San Francisco! ¡Lástima de dificultades suscitadas por la curia romana! ¡Gloriosa, excelsa personalidad la de una Santa Teresa, la santa española! ¡Lástima y dolor grande, los obtáculos opuestos a su obra reformadora por la misma Roma! ¿Qué duda cabe que, como todas las instituciones que han vivido largos siglos en la Historia, las Ordenes monásticas, las Ordenes religiosas han prestado servicios a la civilización? Pero las Ordenes religiosas, que han tenido un momento de ascensión, han tenido después un largo período de decadencia.

Montalenberg, que no será sospechoso para vosotros, el insigne católico francés, en su libro célebre "Los Monjes de Occidente" - "Les Moins d´Occidents-", a la vez que canta las glorias de las Ordenes religiosas, traza las páginas más sombrías y más terribles hablando de la decadencia de esas instituciones. Y tengo aquí un párrafo, que no quiero dejar de leer, porque es de una autoridad que no será para vosotros sospechosa, del gran español D. Marcelino Menéndez Pelayo. Es un párrafo de uno de los capítulos de su libro "Historia de los Heterodoxos", y dice el sabio escritor montañes: "Basta abrir el enorme volumen "De Planctu Ecclesiae", que compuso Alvaro Peláez o Pelayo (Pelagius), Obispo de Silves y confesor de Juan XXII, para ver tales cosas que mueven a apartar los ojos del cuadro fidelísimamente trazado, y por ende repugnante. No hay vicio que él no denunciara en los religiosos de su siglo: el celo le abrasaba. ¿Dónde más triste pintura de los monasterios, infestados, según él, por cuarenta y dos vicios? No hay orden ni estado de la Iglesia o de la sociedad civil de su tiempo, desde la cabeza hasta los miembros, que no se encuentre tildado con feos borrones en su libro. Y el que esto escribía no era ningún reformista o revolucionario, sino un franciscano piadosísimo, adversario valiente de las novedades de Guillermo Ocam y fervoroso partidario de la autoridad pontificia."

Nadie, señores católicos, nadie con alguna responsabilidad combate a la Iglesia ni a las Congregaciones religiosas, como no combate a ninguna institución humana sistemáticamente y por fanatismo. Lo que no se puede a título dogmático, a título confesional, es pretender situaciones de privilegio para determinadas entidades, que son lo mismo que otras cualesquiera, según nuestra Constitución, sin que ello implique por nuestra parte ninguna desconsideración ni ninguna falta de respeto para todo aquello que deba merecerlo.

Porque las Ordenes monásticas eran eso, habían llegado a ser eso que describe en estas páginas, no un sectario de la izquierda, sino el propio Menéndez y Pelayo; porque las Ordenes monásticas habían llegado a ser eso. (El Sr. Molina: En su obra tiene otras citas interesantes también, que debiera S.S. igualmente aportar para conocimiento de la Cámara.) Las conozco, y ya empecé por señalar desapasionada e imparcialmente, Sr. Molina, el lado luminoso de la experiencia mística; de la misma manera tenía que serme lícito señalar el lado negro, como ha de serme permitido también deducir la síntesis y sacar de ella las debidas enseñanzas históricas, porque las Ordenes religiosas han llegado a ser esto que describe Menéndez y Pelayo. A partir de tal momento hay en la Historia de España, contra las Ordenes monásticas, señores Diputados católicos y señores sacerdotes, un verdadero clamor nacional. (Un Sr. Diputado: Si lo saben ellos.- El Sr. García Gallego: Eso será en las filas de S.S.) Desde antes de las Cortes de la Edad Media empieza el movimiento, hasta que el despotismo de los Austrias obliga a enmudecer a la tribuna en que antes se ostentaba la representación del país, y ese clamor nacional se refleja, una tras otra, en todas las Cortes, y tiene un eco, uno tras otro, absolutamente en todos los cuadernos de Cortes, que están a disposición de los señores Diputados en la biblioteca de esta Casa. Y esto bajo los Monarcas más poderosos, como Felipe II y como Felipe III. Hay unas Cortes, las de 1563, si no recuerdo mal, en las que se pide que se prohíba que los novicios permanezcan en los monasterios tanto tiempo, porque los rectores de esas instituciones se prevalen de la larga duración del noviciado para disfrutar las rentas propias de esos novicios, con frecuencia próceres. Hay otras Cortes, las del año 1492 al 98, en que los diputados del país reclaman al Rey que no se admitan religiones nuevas, por perfectas que sean, y que, de las ya conocidas y admitidas, no se autoricen nuevos monasterios. Y hay unas Cortes, las del año 1694, en Valladolid, en que los Procuradores se dirigen al Rey y le dicen: "Señor: ya no podemos más; los monasterios de estos Reinos son tantos, y a consecuencia de ellos son tantas las necesidades que se padecen, que ya no podemos más. Suplicamos a V.M. que no se dé licencia para construir más monasterios."

Y este clamor nacional de la opinión española en el siglo XVI y en el siglo XVII, este clamor nacional, determina el rumbo, la directriz y una de las significaciones más acusadas y características de la revolución en el siglo XIX; y ese clamor nacional se refleja en todos los movimientos políticos liberales del siglo XIX: en el del año 20; en el del año 35, de cuyas llamaradas siniestras tan sólo son como un reflejo de las del antepenúltimo verano; en el año 54 y en el año 68. Esto hace que ese clamor nacional, que no se apaga nunca, y que si deja de ser un movimiento ostensible es para convertirse en una manifestación subterránea; esto hace que ese movimiento nacional tenga que ser recogido incluso por los mismos Gobiernos de la Monarquía, y así se explica que un día con Canalejas se dicte la Real orden de 2 de abril de 1902 y la ley del Candado del año 1910, y el proyecto de ley de Asociaciones de 1912 y el convenio de 1904, que en el orden de las citas deliberadamente he dejado para lo último, convenio en el cual se trata de la reducción de las Ordenes religiosas y de su sometimiento a la ley de Asociaciones, que lleva la firma de un Ministro conservador, nada menos que la firma del Sr. Rodríguez San Pedro. Y yo pregunto, a la Cámara entera, a las Cortes republicanas, y pregunto al país, incluso al país católico, si dados estos antecedentes, esta trayectoria, todos los signos históricos que he señalado, se puede con justicia decir que la ley que el Gobierno ha traído es una ley sectaria. Eso, señores Diputados, no se puede decir ni con visos, ni con asomos de razón. (Muy bien.)

Yo me explico que lo que tengo que defender aquí con tanta insistencia ante la opinión conservadora y católica del país, que es lo que en estos momentos constituye mi preocupación, como comprenderéis, no satisfaga a mi amigo el Sr. Botella. (El Sr. Botella: Ni a S.S. tampoco.) No he de ocultar a S.S. que, personalmente, no es esta mi doctrina; mi doctrina la sostuve desde aquellos bancos (Señalando los de la minoría radical socialista) en una noche memorable, defendiendo los puntos de vista del partido radical socialista, al tratarse del artículo 24 del proyecto constitucional, y hablando como Diputado de la Nación. (El Sr. Botella: Pues sería conveniente que no lo olvidara S.S. ni el partido radical socialista.) Ahora defiendo este proyecto de ley como Ministro de un Gobierno que tiene que cumplir el precepto constitucional y que tiene que cumplirlo, Sres. Diputados, con una lealtad absoluta. Al redactar, de acuerdo con el Gobierno, el proyecto constitucional, yo he querido atenerme a la Constitución, como era mi deber de gobernante responsable, y ni siquiera he querido añadirle ni incorporarle una interpretación más o menos radical, más o menos audaz, porque a ello no tenía derecho. La Constitución está ahí, entregada a las disputas de los hombres, y esta ley, cuando sea votada, quedará entregada a la interpretación de los partidos. Precisamente por eso se quiere que sea una ley nacional, precisamente por eso no puede ser otra cosa sino una ley nacional. (Muy bien.)

Unas palabras, antes de concluir, sobre un extremo que habrá de ser discutido en el momento oportuno del articulado, entre otras razones porque habrá que oír pareceres en la materia mucho más autorizados que el mío; me refiero a la disposición transitoria, en la que se alude al momento en que ha de cesar la enseñanza de las Congregaciones religiosas y ha de ser ésta sustituida por la que organice el Estado. Si no recuerdo mal, en el artículo del proyecto -creo que es una cosa así- se dice que el Estado hará lo más rápidamente posible la sustitución de la enseñanza que prohíbe esta ley. Se entendió que con esta disposición transitoria buscaba el Gobierno un efugio para dejar un plazo, por indeterminado larguísimo, de modo que la prescripción de la ley prohibitiva se cumpliese no se sabe cuándo, o no se cumpliera nunca. No podía ser esa la idea del Gobierno, el propósito del Gobierno. Al decir eso, el Gobierno pensó en la más rápida sustitución posible de la enseñanza que esta ley prohíbe a las Congregaciones religiosas. Es éste un punto que yo no he de desarrollar porque, repito, habrá de discutirse aquí en el momento oportuno, y a ese debate han de aportar su contribución aquellos que técnicamente pueden contribuir al esclarecimiento del problema. Yo me limito a unas palabras que no han de tener más sentido que el de una declaración política, y es la siguiente dar el espectáculo de poner en la calle, en un día determinado, a todos los actuales alumnos de esos establecimientos, no, y no, por decoro de la República; relegar el cumplimiento del precepto constitucional "as kalendas graecas", dejar indeterminadamente que continúen las Ordenes religiosas dando una enseñanza que la Constitución les prohíbe, encaminada a continuar formando las generaciones españolas, tampoco, absolutamente tampoco. Entre las dos cosas hay un término racional prudente, justificado por la previsión republicana y amparado por los medios técnicos de que se disponga. Yo estoy seguro de que este término de prudencia ha de encontrarlo la Cámara en el debate; sobre él, por tanto, en este momento no quiero discurrir.

Y voy a terminar, Sre. Diputados, agradeciéndoos sobremanera la consideración, rayana en la paciencia, con que me habéis escuchado este largo discurso, y recogiendo algunas de las manifestaciones que en el suyo hizo el Sr. Pildain, refiriéndome, también a algunas de las palabras pronunciadas en la tarde de ayer por el Sr. Carrasco Formiguera.

El Sr. Carrasco Formiguera, abundando en la tesis sostenida anteriormente por otro Diputado nacionalista, el vasco Sr. Aguirre, nos habló de una legislación internacional que ampara a las minorías nacionales. Pero, Sr. Carrasco Formiguera, ¿es que tiene ni visos de seriedad política que S.S. venga aquí a invocar una legislación internacional de protección a minorías, en orden al proyecto de ley que estamos debatiendo en esta Cámara? ¿Es que aquí hay, ni ha habido nunca, una minoría religiosa sojuzgada, dominada por un poder extraño, y mucho menos por aquellas minorías políticas que representamos nosotros los liberales, los librepensadores, que somos los que constituimos el Gobierno de la República? Se puede hablar de minorías oprimidas en Polonia y en diferentes países del Centro de Europa, pero no se puede hablar de minorías oprimidas desde el punto de vista de la religión, Sr. Carrasco Formiguera, en el país de Torquemada y de Pedro Arbués; como una broma de Carnaval, que era ayer martes, puede pasar la tesis de S.S.; en serio, no es posible sostenerla. (Aplausos.) Aquí no ha habido nunca minorías católicas oprimidas. (El Sr. Carrasco Formiguera pide la palabra.) Aquí ha habido una religión de Estado durante quince siglos; aquí ha habido instituciones como el Santo Oficio; aquí se ha quemada vivos a los herejes; aquí ha existido una dominación secular de intolerancia religiosa y, por consiguiente, aquí no se puede hablar, Sr. Carrasco Formiguera, de minorías católicas oprimidas por el Estado. (El Sr. Barriobero: Además, en los países que citaba no hay frailes) Y otras palabras dirigidas con toda consideración -como la he tenido al contestar al Sr. Carrasco Formiguera-y con la especial simpatía que deriva, a los efectos de este debate, del hábito que viste, al Sr. Pildain.

Sí que es desagradable discutir estas cosas; a mí, Sr. Pildain, me place cada día menos, porque yo no he sido nunca, ni soy, lo que creen ciertas gentes en virtud de la figura que no sólo se pone en caricatura, sino que se deforma monstruosamente a través de la prensa y de los medios enemigos. Yo no he sido nunca eso, yo he sido siempre, como el inolvidable maestro Azcárate, un cristiano sin dogma y sin milagros. ¡Si que es desagradable tratar de estas cuestiones, discutir entre fanatismos encontrados, tener que pelear por razones y motivos de esta clase, cuando hay tantas cosas de otra índole que están exigiendo de todos nosotros la Patria y la República! ¡Ah! ¡Pero qué le hemos de hacer, Sr. Pildain!, Su señoría nos decía: "¿Por qué no hacéis vuestro tal artículo de la Constitución de Weimar?" ¡Ah, señor Pildain!, porque Alemania es el país de Lutero, el país de la Reforma, el país de la Paz de Westfalia, y España es el país de la Inquisición, del Santo Oficio, de la unidad católica durante esos siglos a que acabo de referirme; porque las circunstancias históricas son completamente distintas (El Sr. Pildain pide la palabra.) Sr. Pildain, cuando al frente de la Iglesia católica haya algo más que el cayado tosco de un pastor con su zurrón lleno de ignorancias históricas; cuando al frente de la Iglesia en España haya prelados capaces de una actuación social como la de aquel Masing que en Londres se avino a tratar con los obreros en la famosa huelga de los Docks; cuando haya en España prelados como aquel Ireland, que afirmó que la separación de la Iglesia y el Estado es el mayor beneficio que se puede hacer en el orden religioso espiritual; cuando haya en España prelados como aquel Spaldi, a quien acabo de aludir, que sostuvo que la escuela laica es la única en la sociedad moderna; cuando la Iglesia en España deje de ser una Iglesia de opresión y dominación, para convertirse en una gran fuerza espiritual al servicio de la cultura y de la libertad, ¡ah!, Sr. Pildain, entonces no habrá anticlericalismo y nadie se alegrará de ello tanto como nosotros, los que hemos tenido el honor de concebir y redactar el proyecto que he defendido ante la Cámara. (Grandes aplausos.)

El Sr. Presidente: El Sr. Carrasco Formiguera tiene la palabra para rectificar.

El Sr. Carrasco Formiguera: Señores Diputados; constituye, sin duda alguna, para mí un motivo de justo halago haber merecido en el brillante discurso que acaba de pronunciar el Sr. Ministro de Justicia, reiteradas alusiones a mi persona y a las palabras que pronuncié en la tarde de ayer. Por tanto, aunque sólo fuese por un obligado deber de cortesía, yo tendría que corresponder a tales palabras; pero he de aprovechar esta oportunidad, como lo hice antes al recoger la rectificación tan halagadora y cariñosa del Sr. Gomariz, para ver si puedo conseguir que lleguemos a un resultado práctico: el de que aquella claridad que constituía el móvil del Sr. Ministro de Justicia, al honrarme con sus alusiones, queda completa en todos los aspectos a que se ha referido S.S.

No era una broma de Carnaval, Sr. Albornoz; era sencillamente un procedimiento, por no decir una habilidad de argumentación, el que yo hiciese invocación a los precedentes de los derechos de minorías nacionales. El Sr. Ministro estaba presente en el debate de ayer y recordará que se había suscitado una discusión, una polémica, en la que intervino el Sr. Fernández Clérigo, respecto a si el sentimiento o la convicción católica debíamos considerarlo con mayoría o con minoría en el país, en la República, y entonces yo, forzando el argumento, siguiendo aquel procedimiento que puede adoptarse en toda polémica y que consiste en colocarse en el terreno del adversario, decía en la tarde de ayer: Vamos a pasar porque constituyamos una minoría (empiezo por creer, Sr. Ministro, que no lo somos), pues entonces, lo menos que podemos pedir es que se reconozcan a los católicos de la República española aquellos derechos que tienen reconocidos las minorías nacionales.

Esto es lo que el Sr. Ministro ha empezado a explicar sin acabar de hacerlo con toda claridad y es el resultado práctico que yo quiero obtener de la rectificación que estoy haciendo. No es una broma de Carnaval, Sr. Ministro. Yo me daría por muy satisfecho de mi intervención en este debate de totalidad si S.S., honrándome una vez más con su cortesía y con su buena disposición hacia mí, me dijese de una manera cetegórica, contundente, que después de la aplicación de esta ley que estamos discutiendo, los católicos de la República no tendremos menos derechos que aquellos que tienen reconocidos en los Tratados internacionales todas las minorías católicas de los Estados a que esos Tratados afectan.

En una palabra, que quede bien claro que, así como una minoría polaca, por ejemplo, una minoría de cualquier nacionalidad, que representa un sector católico en un país que no está constituido en su mayoría por católicos, tiene, a virtud de esos Tratados, reconocido el derecho a organizar escuelas, no de carácter público, indiscutiblemente, pero sí de carácter privado, y, dentro de esas escuelas, dejando aparte la fiscalización que corresponde al Estado, por ser la instrucción una función de este, goce de una perfecta libertad para organizar sus enseñanzas y sus disciplinas, sin injerencia alguna del Estado; nosotros, los católicos españoles, tenemos esos mismos derechos.

El Sr. Ministro ha explicado muy bien y con toda claridad que, por lo que afecta a la instrucción pública, la condición religiosa no puede ser causa de incompatibilidad o de incapacidad y ha reconocido y declarado que un sacerdote o un religioso que tengan la debida competencia y estén amparados por un título profesional o académico pueden ser catedráticos o profesores en una escuela de carácter oficial y público. Esto tiene ya su interés; pero ahora falta aclarar el segundo extremo. El hecho de que la enseñanza sea una función del Estado y la circunstancia de que la organización de la enseñanza o de la instrucción pública, mejor dicho, constituya un monopolio del Estado, no impide que los particulares puedan organizar paralelamente a esta instrucción y a esta enseñanza públicas una instrucción y una enseñanza privadas; es decir, que habiendo una Universidad donde el Estado da las enseñanzas necesarias y suficientes para obtener un título académico, al lado de esta Universidad hay una Academia de carácter privado, en la cual se proporciona una preparación especial para que se puedan obtener esos títulos oficiales que el Estado otorga. Y el punto que queda por aclarar, Sr. Ministro, es si en este orden privado, en esta enseñanza privada, la condición religiosa será o no motivo de incapacidad o de dificultad para el ejercicio de tal derecho.

Sé que con arreglo a la Constitución, que he combatido, pero que, como ciudadano, he de respetar mientras no se modifique, las Ordenes religiosas, como dice S.S., las Congregaciones religiosas no pueden dedicarse al ejercicio de la enseñanza. Está claro; estamos conformes. Ahora bien, los ciudadanos, no las Ordenes, los ciudadanos que han formado parte de esas Ordenes o que forman parte de esas Congregaciones, independientemente de su carácter religioso, ¿tienen capacidad para dedicarse privada y particularmente al ejercicio de la enseñanza?

Ayer aducía yo el ejemplo de esa Orden que ha sido también aludida, y con justicia, por cierto, por el Sr. Ministro, la de las Escuelas Pías, y preguntaba, provocando con ello sonrisas irónicas en varios Diputados de la mayoría: ¿qué vais a hacer de los escolapios y de las escolapias? Se ha de resolver el caso práctico. Un escolapio no puede, con arreglo a la Constitución y con arreglo a esta ley, continuar ejerciendo, como ha venido haciéndolo hasta ahora, la industria de la enseñanza. La Orden de las Escuelas Pías tiene que cerrar sus colegios. Pero yo, Sr. Ministro, que soy un ciudadano español, un ciudadano de la República española, puedo interesarme por la competencia de otro ciudadano de la República que es o ha sido escolapio, y yo puedo, pagando una contribución, organizar y establecer una academia para preparar alumnos para las escuelas oficiales, lo sean de Segunda enseñanza o de enseñanza superior. ¿Es que yo puedo utilizar los servicios de un escolapio, de un ciudadano español que lleva una sotana o ha hecho unos votos, pero que tiene esa competencia o un título?

Esto es lo que S.S. me tiene que contestar, si lo estima pertinente, y yo se lo agradeceré, de una manera clara y categórica, y cuando S.S. me haya contestado a este extremo, con toda claridad, yo le diré, a mi vez, que si me contesta afirmativamente, entonces tendrá razón de haber aludido a mi alegato de las minorías nacionales al invocar los derechos de los católicos dentro de la República; pero si S.S. me contestase que no, que no lo espero, entonces le diría que, con arreglo a estos tratados, a los ciudadanos que son católicos y que están amparados con estos derechos de minorías, que constituyen un principio fundamental del Derecho internacional, tendrán, con arreglo a estos tratados, unas facultades y unos privilegios y unas condiciones que serían negadas a los católicos que no estamos en situación de minoría, sino de mayoría en el país. Si lo estima pertinente, yo le agradeceré mucho una contestación categórica en este respecto, por más que en las palabras del digno miembro de la Comisión, Sr. Gomariz, yo he podido vislumbrar una contestación afirmativa, porque me ha dicho esta misma tarde este miembro de la Comisión que, con arreglo al dictamen, indiscutiblemente, pero que se preparaban diversos votos particulares para impedir eso que, con arreglo al dictamen de la Comisión, se considera permitido.

El Sr. Presidente: El Sr. Pildain tiene la palabra.

El Sr. Pildain: Señores Diputados, creería faltar a los deberes de la cortesía más elemental si dejase incontestadas las palabras tan amables, tan deferentes, tan cordiales que ha tenido a bien dedicarme el Sr. Ministro de Justicia. Créame el Sr. Ministro, que la misma amabilidad e idénticas deferencia y cordialidad quisiera poner en mis modestas palabras.

Decía el Sr. Ministro al terminar su discurso, que en verdad era lamentable que, dejando a un lado otras cuestiones que hoy interesan más urgentemente al pueblo, tuviésemos que dedicar estas sesiones de las Cortes Constituyentes a la solución de la cuestión religiosa. Decía, y es confesión que le honra, que no son asuntos que a él le placen éstos que de tal manera llevan la conturbación a las conciencias, y respondiendo a aquella invitación que yo hacía a la Cámara Constituyente, diciéndole que la solución acaso del espinoso problema que tratamos de resolver estaría en que estas Cortes, que tanto se han inspirado en la Constitución de Weimar, se inspirasen en ella una vez más y trajesen a este proyecto de ley el artículo 137, me respondía diciendo: "¡Ah, Sr. Pildain! Pero es que no estamos en Alemania. Alemania es la patria del protestantismo y España es la tierra del catolicismo." Pues bien, Sr. Ministro de Justicia, voy a aducir un testimonio de un hombre de hoy, que seguramente no será recusable a S.S.; de un hombre de una patria que pudiera llamarse también hermana de España, en lo que atañe a la religión y a la monarquía; ya comprenderá S.S. que me refiero a Austria. Otto Bauer, que es, seguramente de todos los socialistas de hoy el que más a fondo se ha dedicado a estudiar las cuestiones relativas a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en obra que sin duda conoce S.S. tan bien como yo, ha dicho, dirigiéndose, no a los ciudadanos alemanes, sino a los ciudadanos austríacos, cuando se encontraban en idénticas circunstancias a las en que ahora se encuentran los ciudadanos españoles: "Socialistas austriacos, realizad la separación de la Iglesia y el Estado como la ha realizado Suiza, como la han realizado los Estados Unidos, como la ha realizado Alemania; no la realicéis como la ha realizado Rusia, como la ha realizado Méjico, como la ha realizado Francia, porque estas tres naciones no hacen sino seguir las huellas de Bismarck, que siguen todos los gobernantes anticlericales latinos; huellas contra las cuales nosotros nos levantaremos siempre, porque son las huellas y los procedimientos más antisocialistas, más antiliberales, más antidemocráticos que pueden darse."

Y si quiere, aduciré todavía otro testimonio de hoy, referente también a persona que convive en naciones que se han titulado católicas, como España y Austria, mucho tiempo después de Jaurés, Sr. Ministro, y yo comprendo que S.S. -y permítame el Sr. Ministro este paréntesis- experimentase inclinación especial a citar a Jaurés, porque la analogía oratoria y tribunicia le inclina a cada uno a encariñarse con aquellos que más en conformidad están con sus aficiones; pero sabe S.S., mejor que yo, que Jaurés es un personaje anterior a la gran guerra y después de la gran guerra ha evolucionado con celeridad tan vertiginosa el mundo, que ya los personajes anteriores a ella ocupan en la historia contemporánea un lugar análogo al de los personajes antediluvianos en la Historia Universal. Pues bien, y aduciendo testimonio más moderno que el de Jaurés, recordará S.S. que en uno de los Congresos del partido socialista francés, en el del año 1928, si no me equivoco, se levantó el socialista Albert Kahn y preguntó a la asamblea, al Congreso de su partido, si iba a continuar cerrando sistemáticamente los ojos para no ver que de nuevo todas las Congregaciones religiosas, que habían salido con motivo de las leyes Combes, se reintegraban a Francia. Vió entonces toda la asamblea del partido socialista, que pedía la palabra y se levantaba M. Blumel, secretario del grupo parlamentario socialista de la República vecina y respondía: "Sí, debemos cerrar los ojos y debemos pedir, no tan sólo que no se apliquen, como de hecho no se aplican, sino que se deroguen las leyes de 1901, 1904, 1905 y 1906, porque esas leyes -añadía Blumel- son leyes de excepción, del mismo tipo que las leyes infames cuya derogación, nosotros, socialistas franceses modernos, debemos exigir por la misma razón y con el mismo derecho con que exigimos la derogación de las leyes infames antidemocráticas."

Por lo demás, Sr. Ministro, y aun cuando a mí no me toque, ha hecho S.S. una alusión a un compañero ausente de esta minoría vasconavarra, al Sr. Aguirre, y ha dicho que cómo en serio podrían aquí, en esta Cámara constituyente española, invocarse los Tratados esos llamados de minorías, por los que las grandes naciones aliadas y vencedoras de la gran guerra, a raíz del Tratado de Versalles y del de Saint Germain y los subsiguientes, han impuesto a ciertos Estados el respeto obligatorio a los derechos de ciertas minorías.

Pues bien, Sr. Ministro de Justicia; S.S. sabe, tan bien o mejor que yo que estos tratados en el ambiente del Derecho internacional contemporáneo marcan unos principios universales de derecho humano. Aquí no hablo yo de minorías ni me gusta hablar de minorías; aquí hablo yo de lo que Andrés Mandelstan, el gran internacionalista, ha titulado "los derechos internacionales del hombre", y esto está tan en la conciencia jurídica de todo el mundo civilizado contemporáneo, que no solamente los Estados obligados por esos tratados especiales, sino todos los Estados en general se ven constreñidos a respetar esos derechos internacionales del hombre en todos los ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa, hayan o no hecho votos. Porque S.S. sabe, como yo, que en la sexta Asamblea de la Sociedad de Naciones, se levantaron cabalmente los representantes de esos Estados obligados a ese respeto inviolable, de esos que Mandelstan ha llamado derechos internacionales del hombre, a protestar ante la Sociedad de Naciones, diciendo que ya no están dispuestos a que la Sociedad de Naciones, divida a los Estados en dos categorías: la de los Estados que no están obligados a respetar esos derechos internacionales del hombre, y la de los Estados que están obligados, y que ellos, los representantes de estos Estados, pedían que la misma obligación jurídica que ellos tienen la tengan todos los otros Estados, aunque se llamen Francia. S.S. sabe también mejor que yo que era tan delicada la situación, que la Sociedad de Naciones votó un acuerdo en el cual expresaba su esperanza de que todos los Estados, sin excepción, observasen, en lo relativo a los derechos internacionales del hombre, el mínimun de justicia, de libertad y de igualdad a que se han comprometido a raíz de los tratados esos otros Estados, y con tal lealtad han sabido ser fieles a estas esperanzas, ratificadas y votadas por la Sociedad de Naciones, todos los Estados contemporáneos, que de la guerra acá no se ha dictado en el mundo, en Parlamento alguno del mundo, una ley como la que vosotros vais a votar aquí, sino en tres Estados: el Estado ruso, el Estado turco y el Estado mejicano, esos tres Estados cuyas violaciones de estos derechos internacionales del hombre, en lo referente a los religiosos, han provocado tales y tan justicieras protestas en los principales periódicos y Parlamentos del mundo, que todo un Mandelstan, que, como sabe S.S., tiene tantísima autoridad -es uno de los miembros principales del Instituto de Derecho Internacional-, acaba de escribir que nada tendría de extraño que antes de mucho se nombrase un Consejo internacional encargado de sancionar y castigar esos que gráficamente llama delitos contra los derechos internacionales del hombre; que nada tendría de extraño que se levantase ante las fronteras de cada Estado prevaricador una comisión encargada de castigar estos delitos.

Y aquí es donde veo yo, Sr. Ministro, y esto se lo digo con toda sinceridad y respeto, y no vea retintín alguno en mis palabras; aquí en donde veo yo la razón de ese cambio de conducta innegable que ha observado un correligionario de S.S., y que yo espero que S.S. lo observará también. Me refiero a M. Herriot, hombre de cultura y de talento, que sabe enterarse a tiempo de las modernas corrientes jurídicas internacionales. Esa ha sido, a mi modo de ver, la razón de por qué se ha observado ese cambio profundo entre la declaración ministerial de Herriot el año 1924, cuando decía que volvería a aplicar las leyes anticlericales de 1901 y 1904, que estaban en suspenso; que las extendería a Alsacia y Lorena y que suprimiría la Embajada francesa en el Vaticano, y la nueva declaración ministerial que dió en 1932, en la que Herriot no ha aludido a ninguna de esas amenazas anticlericales, ni siquiera como programa de su partido; y es que Herriot, a fuer de patriota, a fuer de hombre de talento, no ha querido, ha temido, mejor dicho, que en las fronteras de Francia se pudiera erguir algún día esa Comisión internacional de que habla Mandelstan, a recordar a un Gobierno europeo de nuestro tiempo cuáles son los postulados indeclinables, los postulados fundamentales, los postulados inviolables por parte de los Estados contemporáneos, con relación a esos derechos internacionales del hombre, que todo Estado debe respetar en todos los ciudadanos de cualquier religión, de cualquier condición religiosa que sean.

Por lo demás, Sr. Ministro (el Sr. Presidente tendrá un poco de consideración por si me alargo un poco más de lo debido), ya comprenderá S.S. que no me es posible recoger aquí -ni tengo yo erudición ni preparación suficientes para hacerlo- cada uno de los puntos que el Sr. Ministro de Justicia ha tocado; pero sí he de detenerme en un punto, y lo comprenderán los Sres. Diputados. Ved el traje que visto y poneos en mi lugar. ¿Sabéis cuál suele ser -os lo digo con sinceridad- una de mis penas mayores cuando yo considero el cargo de Diputado que ejerzo siendo sacerdote? Pues yo digo, cuando contemplo las condiciones de elocuencia de compañeros míos de Cámara: si estos compañeros tuviesen la dicha de ser sacerdotes como yo, si algunos de éstos fuesen Ministro de la Iglesia como yo y la conociesen como yo, ¡con qué elocuencia sabrían defenderla! Y me avergüenzo, Sres. Diputados, de no poderla defender yo con la elocuencia con que muchos de vosotros la defenderíais si os encontraseis en mi caso. Pues bien, Sres. Diputados; por eso quisiera yo recoger un párrafo del señor Ministro de Justicia que me ha llegado al alma, y es el párrafo en que decía que la Iglesia católica, que tan ferviente defensora se muestra hoy de la libertad de enseñanza, durante siglos y siglos no la practicó y no se acordó de practicarla hasta que surgió la necesidad de educar e instruir en sus colegios a los hijos de la burguesía. Dice S.S. que el primero que defendió ante Europa la libertad de enseñanza fue Mirabeau, y su principal apóstol fue Condorcet.

Señor Ministro de Justicia, yo sí que en estos instantes quisiera tener las condiciones tribunicias de S.S. ¿Sabe S.S. por qué? Pues para recordar sencillamente a la Cámara aquella página que S.S. habrá leído tantas veces como yo, más veces que yo, con tanto deleite como yo; las palabras aquellas de aquel genio de la oratoria, de aquel republicano, el más elocuente que ha tenido la República en España y yo creo que en el mundo, de D. Emilio Castelar. Señor Ministro, yo quisiera oír a S.S. recitar las páginas aquellas en las cuales D. Emilio Castelar describe el estado de Europa después de la caída del Imperio de Occidente, y que a mí me recuerdan otra página similar de Godofredo Kurth, el célebre historiador belga, en su obra Sobre los orígenes de la civilización contemporánea, que S.S. seguramente conoce como yo. Ya recordará cómo Godofredo Kurth dice que el enemigo más formidable que tuvo la Iglesia durante los primeros siglos no fueron aquellos Césares que durante siglos enteros trataron de ahogar a la Iglesia en torrentes de sangre. Porque, señores, siempre se nos carga a nosotros con lo de la Inquisición -de eso ya hablaríamos largo y tendido si hubiera lugar-, pero recordaréis que las primeras listas del martirologio, las primeras listas de millares y millones de víctimas causadas por la Inquisición estatal y que continúa a lo largo de los siglos y por parte de todos los Estados, tanto más inquisitoriales cuanto más anticatólicos, las llenan los cristianos, hasta el punto de que ayer, y es un recuerdo que he de agradecer a la Sra. Nelken, por si aquello estuviera ya muy lejos, recordaba otra Inquisición francesa en la que a los católicos que habían cometido el crimen horrendo de llevar en la solapa la imagen del Sagrado Corazón los asesinaban a puñaladas o a balazos. Pues dice Kurth que la persecución más diabólicamente dañina que ha tenido que soportar la Iglesia no es la de todos estos sanguinarios Césares de las monarquías o de las repúblicas, sino la pérfida de Juliano el Apóstata, que es el maestro de todos los empeñados en sembrar cultura prohibiendo a la Iglesia el ejercicio de la enseñanza. Pues bien, Sr. Ministro (y perdonadme el paréntesis), iba diciendo que yo quisiera oír de labios de S.S. la recitación de aquellas páginas maravillosas de D. Emilio Castelar en las que el gran tribuno republicano nos describe la situación del mundo en los instantes en que la Iglesia luchaba ella sola contra la barbarie de gobernantes y gobernados; porque proclamar ahora, Sres. Diputados, la libertad de enseñanza, proclamar ahora la fraternidad humana, proclamar ahora la igualdad entre los ciudadanos, es fácil, porque es lo que está en el ambiente, y se necesita tener pecho de héroe para afrontar la corriente en contra. Lo difícil era oponerse y proclamar esa igualdad, esa fraternidad y esa libertad de enseñanza cuando la Iglesia luchaba ella sola, recién salida de las catacumbas, frente al poderío de incultura de Juliano, para, después de vencerle, haciendo tremolar victoriosa la bandera de la libertad de cultura y de enseñanza, hacerla también ondear triunfante frente a los hordas más enemigas de la cultura que jamás conociera Europa.

Es el instante en que sobre el Imperio caen los bárbaros y que tan maravillosamente describe D. Emilio Castelar en aquellas páginas que cada uno recordaréis mejor que yo: "Nunca -dice el insigne tribuno- pudo aparecer la Europa más desahuciada; parecía un inmenso ataúd rodando por el espacio, rodeado de ángeles exterminadores y encerrando un cadáver que se repudría en la pudre que a borbotones brotaba de sus propias llagas. El cadáver era el Imperio romano, los ángeles exterminadores eran los bárbaros del Norte"; y va describiendo Castelar, con aquella fantasía tan exuberante y maravillosa, a los godos invadiendo la Italia; a los francos, apoderándose de las Galias; a los sórmitas, invadiendo la Panonia, y a los sajones, aborto de océano, convirtiendo en otros tantos cráteres de hirviente sangre cada una de las islas de la Gran Bretaña. Y cuando todo era exterminio, cuando la Europa entera ofrece a los ojos de los que la contemplan el pavoroso espectáculo de bosques talados, de templos derruidos, de bibliotecas incendiadas, de escuelas arrasadas, de pueblos devastados, de millares y millares de cadáveres insepultos, y aquellos bárbaros, como él dice, precedidos de bandadas de cuervos, seguidos de manadas de perros y de hienas; ostentando por collares cadenas de calaveras humanas; cuando todo era sangre, fuego y exterminio; "cuando nuestros padres -dice Emilio Castelar- eran unos bárbaros que sólo sabían derramar sangre y contar hasta diez, porque era donde se acaban los dedos de las manos; ¿quién fue, qué institución fue la que en aquellas circunstancias, las más trágicas por que ha pasado la Historia, tuvo la fuerza, tuvo la cultura, tuvo la habilidad suficiente, no para exterminar, sino para instruir, para educar y para civilizar a aquellos bárbaros?" "Yo he de confesaros -añade el gran tribuno republicano-, aunque algunos de mis enemigos se aprovechen de esta mi confesión, que sin la Iglesia, en aquellos instantes, sin la Iglesia católica, en aquellos momentos, la civilización europea hubiera perecido para siempre." "La Iglesia católica -continúa diciendo- fue la institución que levantó en aquellos momentos las primeras escuelas en los atrios de sus iglesias, las primeras granjas agrícolas en los huertos de sus abadías, las primeras escuelas de artes e industrias en los talleres de sus conventos, las primeras Universidades en los claustros de sus catedrales"; aquellas Universidades cuya enumeración gloriosa hacía en este mismo recinto la gran figura de D. Vicente Manterola, contendiendo frente a frente con aquella otra figura insigne de D. Emilio Castelar."

Fue la Iglesia la que, después de haber poblado de Universidades Europa, y pareciéndole todavía estrechos los límites del antiguo mundo a sus afanes de espirituales conquistas civilizadoras, la que se llegó en las carabelas de Colón a las tierras del Nuevo Continente para implantar allí las primeras escuelas, las primeras imprentas, los primeros institutos, las primeras Universidades que en aquella tierra han existido, mientras que bajo los amplios pliegues de su manto continuaban cobijándose, lo mismo allí que aquí, las figuras más gloriosas de la Literatura, las figuras más gloriosas de la Ciencia, las figuras más gloriosas del Arte, las figuras no menos admirables de la Beneficencia y de la cultura popular. Y de tal manera supieron dedicarse a esto, a la cultura, a la instrucción popular, que, como dice Hipólito Taine -que no será seguramente testimonio recusable para S.S.-, para cuando advino Voltaire (aquel Voltaire representante máximo del anticristianismo, el Voltaire que decía que al obrero no había que instruirle, que al obrero bastaba enseñarle a que manejase el pico y el azadón), había poblado Francia, había poblado los Países Bajos, había poblado Alemania y la Europa toda de innumerables escuelas, de maravillosas Universidades, en las que la inmensa mayoría de los alumnos eran hijos de proletarios que no tenían un céntimo, porque la Iglesia no imponía el pago de matrículas, la Iglesia no cobraba derechos de examen, sino que distribuía gratuitamente la enseñanza universitaria a todos y mantenía además gratuitamente a los hijos de los pobres, mientras las Universidades dependieron de la Iglesia -de la Iglesia, que hasta ese punto supo ejercer la maravillosa libertad de enseñanza que S.S. anhelaba esta tarde-, que los hijos de los pobres, repito, podían cursar en ellas y concluir la carrera que quisieran con tal de que tuvieran talento, hasta que vinieron los Estados liberales, esos Estados liberales cuyo panegírico trataba de hacer S.S., y lo primero que hicieron, al apoderarse de las Universidades hasta entonces creadas y regidas por la Iglesia -y no es testimonio mío, es testimonio de un catedrático de la Universidad Central, que todavía vive-, lo primero que hicieron fue poner una taquilla junto a la puerta de las Universidades, una taquilla que hasta entonces no había existido nunca.

A esas taquillas se asomaba el Estado liberal español para decir a los que a ellas se acercaban: ¿Tienes talento, tienes mucho talento, pero no tienes dinero? Pues no puedes pasar, aunque seas un genio. ¿Tienes muchos billetes de Banco? Pues pasa -Sres. Diputados, no es mía la frase-, pasa, aunque seas un jumento. Porque de tal manera es cierto que la Iglesia ha sabido mantener la libertad de enseñanza y, usando de esta libertad de enseñanza, laborar con ella para la instrucción y elevación cultural gratuita de los pobres, señor Ministro (y no voy a referirme yo ahora a todos esos millares de hijos de pobres que hoy mismo son gratuitamente instruidos por la Iglesia; ahí están los telegramas de millares de padres que lo atestiguan); hoy mismo, Sres. Diputados, y vosotros sois testigos como yo, el hijo del pobre, el hijo del obrero, el hijo del campesino no puede ser abogado, no puede ser arquitecto, no puede ser ingeniero, aunque sea un talento: lo único que puede ser es lo que se puede ser en los establecimientos que todavía dirige la Iglesia: Puede ser sacerdote, y siendo sacerdote puede llegar a obispo, a cardenal, a Romano Pontífice, aunque sea hijo de un pobre cartero, como lo era el gran Pío X. Esto sí que es mantener, esto sí que es sostener, esto sí que es practicar la libertad de enseñanza en sentido verdaderamente democrático. (Aplausos.)

Decía el Sr. Ministro: Nosotros no negamos la libertad de enseñanza: lo que nosotros tratamos de establecer es la escuela que no divide, la escuela que aúna, que es la escuela laica. Señor Ministro de Justicia, esto lo decía Gambetta, esto lo decía Ferry; pero esto no lo decían los que experimentaron, los que empezaron por experimentar precisamente esas escuelas, que en Gambetta y en Ferry no eran sino teoría. ¿Recuerda su señoría aquel artículo resonante en Europa entera de un correligionario de S.S., recuerda su señoría aquel artículo publicado en la Revista Política y Parlamentaria por M. Goblet (?), que fue, como su señoría, radical socialista y Ministro de una República? ¿No lo recuerda? ¿Qué decía? Pues decía: Por establecer esta unidad moral en nombre de la escuela laica, habéis implantado en el país una guerra espiritual cual la República ni el país la conocieron jamás; cuando os hubiera sido tan fácil, añade Goblet, con una ley liberal, con una de esas leyes que ayer pedía aquí tan elocuentemente el Sr. Abadal, suprimir toda guerra y, más aún, enrolas en las filas de la República a muchos de esos elementos que ahora se divorcian de vosotros porque creen que República y catolicismo son cosas incompatibles.

Pues bien, Sr. Ministro, la escuela laica no es la escuela que une; implantada de la manera que vosotros queréis establecer, es la escuela que divide. Tal es la escuela que divide, que precisamente -y va a permitirme S.S. que otra vez me refiera a autores vivientes, a autores de nuestros días- he de recordar aquella discusión elocuentísima habida en la Cámara holandesa, precisamente a propósito de la escuela laica. ¿No recuerda S.S. el discurso estupendo, maravilloso, del jefe del partido socialista holandés, Troelstra? ¿No recuerda aquel otro discurso, no menos maravilloso, de uno de los socialistas más solventes de Holanda, que era Gerhard? ¿Qué decía éste? Pues decía: "Partidario de la escuela laica, partidario entusiasta de la escuela laica, soy partidario de que la escuela laica la sufrague el Estado, pero de que sufrague el Estado, al mismo tiempo, la escuela confesional. Pues qué, decía M. Gerhard, el socialista holandés, nosotros, socialistas, que queremos que el Estado sufrague la escuela laica porque la escuela laica responde a nuestra concepción laica de la vida, ¿con qué derecho vamos a impedir que los que están enfrente de nosotros, que ellos, los clericales, pidan, exijan que el Estado sufrague la escuela confesional, que responde a la concepción religiosa que ellos tienen de la vida? ¿Por qué? ¿Porque nuestra concepción laica sea superior, sea más perfecta que la concepción religiosa? ¡Ah!, pero estas no son cosas que puedan imponerse por la fuerza del Estado; esas son cosas que deben imponerse por el poder de persuasión." Y dice el jefe del partido socialista holandés que no es noble, que no es digno luchar con los clericales en desigualdad de armas; lo digno, lo noble, dice, es luchar con armas iguales. Escuela laica sufragada por el Estado; escuela confesional sufragada por el Estado. Que luchen entre sí, no por la imposición del Estado, y que prevalezca aquella cuya enseñanza sea más pedagógica, aquella cuya enseñanza sea más cultural, sea más europea y sea más moderna.

Por lo demás, ya comprenderéis, Sres. Diputados, que no voy a tener la pretensión de querer abusar más de vuestra benévola atención; pero una cosa me ha extrañado en el Ministro. El Sr. Ministro de Justicia es hombre que conoce lo clásico y lo moderno, es hombre que tiene plena ciencia de lo antiguo y de lo contemporáneo; pero, Sr. Ministro, permítame S.S. que se lo diga, ¡qué pena el que -no diré su anticlericalismo, ya ha tenido S.S. la gentileza de declarar que no es anticlerical-, ¿cómo quiere que se lo diga?, qué pena que su laicismo haga que siempre vaya a fijarse, a dirigir la suma de sus conocimientos hacia lo antiguo! Cuando su S.S., hace pocos instantes, pronunciaba su discurso, yo cerraba los ojos y me ponía a pensar si quien estaba hablando sería nada menos que un Ministro de la segunda República española, un Ministro tan culto y tan enterado como el Sr. Albornoz, o si quien hablaba sería un Ministro de alguno de los Gabinetes de Espartero. ¿Por qué tanto hablarnos de regalías, de seudoderechos españoles del siglo XVIII, del XVII, del XVI, Sr. Ministro? ¿Por qué eso en un Ministro de la República...? Al menos yo, sentado en el banco azul de una República contemporánea, tendría a menos el venir aquí a invocar testimonios viejos, caducos, decrépitos, anacrónicos, de anacrónicos legistas medievales. (Rumores.) Pues eso es lo que ha venido a hacer el Sr. Ministro de Justicia de la República española hoy, señores, cuando el Instituto de Derecho Internacional, en su reunión de Nueva York, bajo la presidencia del insigne jurista James Brown Scott, acaba de votar esa declaración de los derechos del hombre, que es la condenación más expresa, más terminante, más autorizada, de las leyes laicas francesas y de la futura ley anticlerical española! ¡Venimos ahora S.S. con aquellos regalistas del siglo XVII, del XVII y del XVI!

Y puesto a hablar de teólogos, puesto a hablar de juristas, Sr. Ministro, ¿por qué haber citado esa serie de señores que yo -os lo confieso con toda ingenuidad, no soy jurista- a algunos de ellos los he oído nombrar por primera vez esta tarde? Yo esperaba, claro que lo esperaba, señores, que en esa lista de nombres, coronándola, en la cumbre, formasen esas dos grandes figuras a las que el mundo de hoy rinde pleito homenaje de admiración entusiasta hasta fundar cátedras en los Estados Unidos y en Inglaterra e incluso en España, en honor de ellos y dándolas sus nombres. Señor Ministro de Justicia, ¡que venga S.S. a tejer esa lista de juristas clásicos y no nos haya citado a Victoria y a Suárez. Pues Victoria y Suárez son los precursores de todos esos grandes juristas modernos a quienes hay que citar. Su señoría los conoce mejor que yo, y ha dado prueba de ello esta misma tarde al citar algunos de ellos. Ya no estamos en la época de Jellinek, ya no estamos en la época de Ihering, ni en la época de Esmein; han pasado ya esos tres, que, con algún otro, son todavía como los evangelistas del Derecho para algunos jurisconsultos españoles. No; estamos ya en otra época.

Todavía recuerdo con emoción el momento aquel en que en estos bancos se levantó D. Amadeo Hurtado durante la discusión del entonces artículo 24, cuando dirigiéndose al entonces Ministro de Justicia le decía: "El Sr. De los Ríos rechaza el concepto de Corporación de Derecho público para la Iglesia porque no quiere atribuirle funciones de soberanía; pues también yo me opongo a que sea el Estado el que conceda eso a la Iglesia, pero es porque no quiero a la Iglesia sometida a la soberanía y al poder del Estado." Aquella voz del Sr. Hurtado, que hacía constar que no hablaba en nombre de ninguna confesión religiosa, porque no estaba adscrito a ninguna, no era una voz aislada. En aquellos instantes, Sr. Ministro (S.S. lo sabe mejor que yo), la voz elocuente del Sr. Hurtado no era sino el eco elocuente de toda una corriente jurídica, de opinión contemporánea, representada en cada una de las principales naciones por juristas de la talla de un Duguit y un Laski, y un Figgis y un Kelsen, y un Lefur y un Politis, y un Roseoe Round y un Hugo Krabbe, que son los que representan lo nuevo, lo actual, lo verdaderamente contemporáneo. Señores, por decoro de la República, por decoro de estas Cortes Constituyentes, no vengáis aquí a citar testimonios de autores regalistas trasnochados; tratad siquiera de fundamentar vuestras leyes en lo que opinan las figuras más gloriosas del Derecho internacional contemporáneo.

Por lo demás, Sr. Ministro, si el Sr. Presidente me lo permitiera, y en último caso pediría una recomendación al distinguido catedrático de Lógica de la Central para el digno Presidente de estas Cortes, podríamos continuar largamente tratando de la cuestión; pero ya que no eso, quisiera al menos hacer, no una excursión, sino un asomarme nada más a los campos que S.S., señor Presidente de esta Cámara, conoce tanto mejor que yo.

El Sr. Presidente: Su señoría, Sr. Pildain, no necesita recomendación de catedrático; le basta con que reconozca el derecho que posee el Presidente.

El Sr. Pildain: Perdonadme, Sres. Diputados, que por mis viejas aficiones, por antiguo "dilettantismo", que a más no llega, vayamos a estudiar por un momento la raíz de ese laicismo que aquí, a todo trance, se trata de implantar. Ya sabéis que la raíz de los fenómenos que aparecen a flor de tierra suelen ser las doctrinas filosóficas que bajo tierra se ocultan, y es menester tenerlas en cuenta para que no ofrezcáis al mundo el caso, no excesivamente honroso, de que, por ejemplo, y precisamente en los días en que en las páginas de la Gaceta se estaba apelando, en una de las disposiciones oficiales, a eso de la libertad de conciencia del niño, obtenida por la no enseñanza de la religión; en los mismos días en que en las páginas de la Gaceta se invocaba todo aquello de la autonomía individual humana como una doctrina moderna; en los mismos días, la Fundación Roberto Rismann, de la Asociación del Magisterio alemán, premiaba un trabajo del célebre Sturm, en el que el famoso consejero escolar de Dresde decía que esa doctrina del laicismo estudiada a la luz de las teorías filosóficas y pedagógicas de última hora, en vez de representar una aurora, representa un fracaso; en vez de representar el principio, representa el final de un periodo, y que únicamente han podido creer definitiva esa doctrina los que la reputaban nueva cuando la filosofía y pedagogía modernas la han juzgado ya como absolutamente anacrónica, equivocada y caduca. Pues bien, la raíz ha sido estudiada admirablemente por aquel laico que yo citaba en mi última intervención, contemporáneo francés, que decía que la doctrina del laicismo está precisamente en el naturalismo positivista. Gambetta y Ferri, a los que también se ha referido esta tarde el Sr. Ministro, no hicieron otra cosa, decía que realizar la doctrina de Augusto Comte. Clemenceau fue el que tradujo a Stuart Mill, y unos y otros, contemporáneos de Darwin y Spencer, pertenecían a la época aquella en que se aseguraba como dogma que la única ciencia verdad era la ciencia de la Naturaleza, relegando a la ciencia teológica al terreno de las quimeras. Era, como sabe S.S., la época aquella en que, sentado en la Presidencia de la Cámara francesa Jaurés, sentado al frente del banco ministerial Combes, se levantaba aquel radical socialista, Allard, a decir: "Sí, señores, nosotros venimos aquí a implantar la escuela laica (me parecía que estaba oyendo aquí su eco al escuchar esta tarde al Sr. Ministro de Justicia), porque en nuestra característica, porque en nuestro honor, está en no tener una religión nacional, el tener un laicismo nacional, porque la religión está entrando en franco período de descomposición y va a ser sustituida, poco a poco, por la Ciencia." Era la época aquella, Sr. Ministro, prediluviana, la época de la ciencia sin Dios, de la política sin Dios, de la pedagogía sin Dios. Hoy sabe S.S. que la Política, que la Pedagogía, que la Ciencia siguen corrientes diametralmente opuestas.

La ciencia conduce inevitablemente a Dios, acaba de escribir uno de los más célebres biólogos alemanes, Reinke, recogiendo testimonios de los más célebres biólogos y hombres científicos del día. Sin religión no puede existir la vida cultural, no puede existir la vida política, la vida civilizada; acaba de decirlo el Ministro de Instrucción Pública de Inglaterra, concordando en esto con el Presidente que ha tenido la gran República de los Estados Unidos en la época de su mayor esplendor, y con aquel otro mensaje, que S.S. recordará como yo, que dirigieron al mundo civilizado los jefes de Gobierno de todos los Estados que integran el gran Imperio británico, cuando aseguraban que está demostrado por la experiencia de la guerra, por los ensayos que después de la guerra se han hecho, que ni la diplomacia, ni la escuela, ni la educación, ni la instrucción, ni la prosperidad comercial e industrial, ni las fuerzas militares, ni nada, puede ser sólido cimiento para que se desarrolle plenamente la vida civilizada contemporánea; que todos esos no son más que instrumentos del espíritu humano, que necesita absolutamente, como de sólido fundamento, de la fe en Dios como padre, sin lo que no puede existir la fraternidad humana.

Y por lo que hace a la Pedagogía, y termino, Sr. Ministro, me basta citar un solo texto: "... el hombre sin religión no es un hombre, sino que es un bárbaro", escribía... (Rumores.) Comprenderán los señores Diputados que no sería corresponder a las muestras de amabilidad, de deferencia y de cortesía que están dando si yo, en nombre propio, usase de tal lenguaje en este momento; estoy citando a alguien. ¿Sabéis a quién? Pues a Pestalozzi, "el gran pedagogo social", en frase del moderno pedagogo socialista Nator; mientras otro gran sociólogo y pedagogo, Benjamín Kidd, acaba de escribir que los hombres del porvenir no acertarán a comprender que hombres de principios del siglo XX hayan podido guardar con la religión esa actitud de no estudiarla en sus escuelas, de no estudiarla en sus centros universitarios, siendo así que constituye el problema capital de la Historia. Y para terminar, y ya que el día pasado (y es la razón, el por qué de encontrarme yo enrolado en este debate de totalidad de esta ley) fue una cita de Jaurés que pedía el señor Ministro en una de las sesiones pasadas, voy a permitirme terminar esta intervención de hoy recordando una carta de Jaurés, Sres. Diputados, porque el Sr. Ministro aludió a un texto de Jaurés que acaso estuviera en contraposición con otro texto del mismo que yo le citaba. ¿En cuál de esos textos era más sincero el elocuente socialista francés? Señores Diputados, yo creo que vosotros podéis dilucidarlo mejor que yo. Creo que hay una piedra de toque infalible para juzgar de la sinceridad de un autor o de un orador, y es el alma de su hijo. Cuando un padre no se atreve a aplicar a su hijo la doctrina que enseña o que predica, es que esa doctrina no es producto de la sinceridad, es una plataforma política.

Pues bien, Sres. Diputados, el hijo de Jaurés pidió a su padre permiso para no estudiar Religión en el Instituto Francés en que cursaba el bachillerato. Porque es de advertir que hoy día, hoy, en el año 1933, no solamente se estudia Religión en el Bachillerato en Alemania, en Inglaterra, en Holanda, en Bélgica, en los Estados Unidos de América, en todas esas grandes naciones en cuyas Universidades no sólo no puede entrar nadie a cursar ninguna carrera sin haber dado primeramente pruebas suficientes de conocer a fondo la religión que profesa, sino que, además, no puede salir de la Universidad ninguno ni como ingeniero, ni como arquitecto, ni como médico si no demuestra previamente el conocimiento que posee de la Biblia y de su religión. Pues bien, hoy se estudia no solamente en esas grandes naciones la Religión; hoy se estudia y figura la asignatura de Religión como obligatoria en el programa del Bachillerato francés, y hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que no la estudie su hijo (porque al padre es al que le corresponde juzgar y al padre es al que le corresponde dirigir la instrucción del hijo); hace falta una declaración expresa del padre pidiendo que su hijo no curse Religión. Y el hijo de Jaurés pidió a su padre este permiso, y Jaurés le escribió aquella carta que no voy a reproducir aquí porque no tengo la memoria suficientemente fiel para recordarla; pero que la voy a entregar a los taquígrafos para que figure a continuación de esta modesta intervención mía; aquella carta en que decía Jaurés: "Querido hijo: Ese permiso que tú me pides no te lo doy ni te lo daré jamás, porque sin el conocimiento de la Religión tu instrucción y tu educación serán incompletas. Porque, hijo -le dice-, ¿cómo vas a conocer la Historia, cómo vas a tener tú un profundo conocimiento de la Historia, si no conoces la Religión que transformó la faz del mundo y fue la creadora de una nueva civilización mundial? ¿Cómo vas a conocer tú el arte si empiezas por ignorar las ideas que inspiraron las obras maestras de ese arte en la Edad Media y en la Edad Moderna? ¿Cómo vas a conocer tú la literatura? ¿Cómo, sin conocer la Religión cristiana, la católica, vas a entender tú. no ya a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que trataron expresamente de ella, sino ni siquiera a Corneille, Racine, ni siquiera a Víctor Hugo, que debieron al cristianismo -dice Jaurés- sus más bellas inspiraciones? ¿Cómo vas a conocer ni siquiera las ciencias naturales, cuando muchos de los más insignes cultivadores de esas ciencias fueron creyentes, fueron cristianos, fueron católicos: Pasteur, Ampere, Newton, Pascal, etc.?" Y concluía la carta diciendo: "La Religión católica está tan entrelazada con todas las manifestaciones de la ciencia humana, figura tan en la base de la civilización nuestra, que es colocarse fuera de ella, en situación manifiesta de inferioridad, el poder emprender una carrera sin empezar por estudiar a fondo esa religión que yo quiero que estudies, hijo mío; porque yo no te daré nunca ese permiso, porque con el permiso ese tu instrucción y tu educación serán incompletas. Y a mí no me hables de libertades de conciencia, porque esas son monsergas muy buenas para los hijos del vecino, pero no para el hijo propio; además de que el estudiar la religión..." -dice Jaurés-. (Rumores.- Un Sr. Diputado: Eso no es exacto.) Y esto otro: "Te parecerá extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión: son, hijo mío, declaraciones buenas para que arrastren a los hijos de los demás, pero que están en pugna con el más elemental buen sentido."

Y más abajo continúa: "Querido hijo: Convéncete de lo que te digo: muchos tienen interés en que los demás desconozcan la religión, pero el mundo desea conocerla. En cuanto a la tan cacareada libertad de conciencia y otras cosas análogas, no es más que vana palabrería." (Un señor Diputado: Exacto.), "que rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anticatólicos conocen, por lo menos medianamente, la religión; otros han recibido educación religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad. Y, además, no es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres para no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues en caso contrario, la ignorancia les obliga a irreligión. La cosa es clara: la libertad exige la facultad de poder obrar en sentido contrario." Esto es lo que dice Jaurés, Sres. Diputados, y si yo no temiera el eco de un campanillazo recordándome la noción del tiempo, os demostraría en estos instantes que los que se llaman grandes intelectuales incrédulos modernos, comenzando por Hegel y acabando por Spengler e incluyendo a cualquiera de los otros representantes de la Filosofía contemporánea, en materia de religión, han sido hombres que empezaban por ignorar los conceptos más fundamentales de la misma. Si estuviera aquí D. Miguel de Unamuno podría decirnos, mejor que yo puedo hacerlo, que en su obra "El sentimiento trágico de la vida" cita la frase del famoso filósofo norteamericano Williams James, en la que habla de nuestro dogma de la Eucaristía, atribuyéndonos algo que es la contradicción de lo que nosotros profesamos y podría, como digo, hacernos... (El Sr. Gordón Ordás pronuncia palabras que no se perciben.) Permítame S.S. que le diga una cosa. Dos autores que S.S. conocerá, seguramente mejor que yo, uno alemán, Dennert, y otro francés, Eymieu, han demostrado, con estadísticas matemáticamente irrefragables y con documentos innegables, lo que en plena Academia de Ciencias de París decía el más célebre de los matemáticos que ha tenido Europa en el siglo XIX: que él era católico y que conocía y profesaba los dogmas del catolicismo, como los conocían y los profesaban la mayoría de los más insignes astrónomos, y matemáticos, y físicos, y químicos, y geólogos, y biólogos, y paleontólogos más eminentes que en los tiempos modernos han existido. (El Sr. Gordón Ordás pronuncia palabras que no se perciben.) Ya conoce S. S. la frase de Pasteur, cuando dice que por haber estudiado a fondo la religión tenía fe de bretón, y que si la hubiera estudiado más a fondo habría llegado a tener fe de bretona.

Y para terminar, Sres. Diputados, como la carta de Jaurés se presta a tantas reflexiones, yo espero algún día, contando con vuestra atención, que anticipadamente os agradezco, poder comentarla ampliamente. (Grandes aplausos.)

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