Crónica sobre la conferencia dada por Unamuno el 3 de junio

El Sol, 7 de julio de 1931

Crónica sobre la conferencia dada por Unamuno el 3 de junioA las dos de la tarde de ayer se celebró en el Hotel Nacional un banquete de homenaje a D. Miguel de Unamuno organizado por un grupo de estudiantes (...).

DISCURSO DE D. MIGUEL DE UNAMUNO

Al levantarse a hablar el señor Unamuno fue acogido con una clamorosa ovación. Don Miguel, dando trato de amigos a todos los asistentes, comenzó declarando que se sentía defraudado, pues juzgando por quienes le habían invitado y organizado el homenaje, creía que iba a estar sólo entre estudiantes. «Aquí -dijo- veo bastantes personas que, como yo, peinan canas y que no son estudiantes sino profesores. Yo venía dispuesto a murmurar de los catedráticos (Risas); pero de todos modos no contrariaré mis propósitos, y firme en ellos me dirijo a lo que todos tenéis de juventud dentro, a lo que en vosotros es recuerdo. Yo voy ahora a refrescar un momento mi propia juventud. En 1880 vine desde mi nativa Bilbao a Madrid, a los dieciséis años de edad, en un coche de tercera, y al pasar la peña de Orduña no pude menos de llorar como si viniese a un destierro. Aquí me instalé en una casa de la Red de San Luis».

Hace en este momento el señor Unamuno una breve y sentida descripción del Madrid de entonces y de las viejas calles que hoy han desaparecido en el trozo urbano aludido, y se refiere a sus visitas a la iglesia de San Luis, donde se interrumpió su costumbre de oír misa todos los domingos, como lo había hecho mientras fue creyente católico, apostólico y romano. Recuerda luego su regreso a Bilbao, a dar lecciones, y su entrada en Salamanca en 1891, recién casado, en momentos en que la vieja ciudad era campo de enconadas luchas civiles a cuenta del entierro civil de un catedrático. Refiérese a grandes rasgos, a su intervención en aquellas luchas y a sus colaboraciones en un diario republicano de Salamanca y en el periódico socialista de Bilbao «La Lucha de Clases», donde por mucho tiempo escribió artículos anónimos, labor de la que aún se halla muy contento.

Allí -dice- en Salamanca fui secándome los huesos del Cantábrico y aprendí a amar a Castilla paseando al pie de sus encinas, encinas de hierro, o mejor berroqueñas, pero que tienen un corazón melodioso, pues de él se hacen allí las dulzainas, a cuyo son danzan los mozos y mozas.

Evoca enseguida sus andanzas por los campos charros, en coloquio con toda clase de gentes, y asegura que quizá fue aquella la época más viva de su vida. Por entonces venía de cuando en cuando a Madrid, y aquí se puso en contacto con las juventudes estudiantiles y con la primera Asociación de estudiantes, llamada Unión Escolar. Recuerda que cuando los estudiantes le hablaban de orientación él contestaba que para orientarse, lo primero y mejor de todo es elevarse, como hace la paloma mensajera para conocer su destino. Por entonces había también una cierta pedantería pedagógica que hablaba de formarse... Los que hablaban así rehuían las tertulias del Ateneo y no salían de la biblioteca. Aquellos se están formando aún...

Esto de la formación puede ser ilustrado con un apólogo: llegaron a una heredad dos grupos de campesinos. Los que formaban uno de ellos se pusieron a segar sin interrupción ninguna, sin darse tiempo siquiera para afilar la guadaña hasta que llegó el momento en que, desafilada la herramienta, tumbaban las mieses sin segarlas. Los del segundo grupo se pasaron la tarde afilando la guadaña, y al final de la jornada no habían segado. Ninguno de aquellos campesinos sabía, por lo visto, que hay que afilar y segar; pero los estudiantes a que acabo de referirme, los que deseaban formarse, se pasaban el tiempo afilando y no para segar, sino para un destinito, un destino que les protegiera del Destino.

CAMPAÑA CONTRA LA MONARQUIA

Refiérese a continuación a los comienzos de su campaña contra el ex Rey y dice que por aquellas fechas muchos le acusaban de su tono excesivamente personal, y es que yo he creído siempre que lo accidental pueden ser la formas de gobierno, pero lo sustancial son las personas. Por eso soy de un fulanismo abrumador. Aquello me costó salir fuera de mi Patria, dejando en ella a quienes no creían en las ideas ni en la juventud española, ni en el pueblo español, ni en la virtud de las palabras de protesta, o simplemente a quienes no querían perder los beneficios de su estancia en España. En París, y en compañía de Eduardo Ortega y Gasset y de Blasco Ibáñéz, hicimos los conocidos folletos «España con Honra» y «Hojas Libres». Los hacíamos nosotros, los que teníamos fe en la palabra y en la pluma. No podían hacerlos, por ejemplo, otros desterrados que siempre nos hablaban con abatimiento, sin esperanza en el porvenir, y lo que es peor, con irreprimible desdén hacia el pueblo español.

Así, no es extraño que ahora este pueblo de mi patria lo desdeñe a él. Cuando a mí me preguntaba el desdeñoso si creía en la eficacia de nuestras campañas, yo contestaba que creía en la leyenda de las murallas de Jericó, en la fuerza del verbo, que abate las murallas. Que tenía mucha más confianza en ese fuerza que en la de los complots a base de otra clase de armas. Y en efecto, lo que ha triunfado ha sido la palabra y la pluma, y no la espada, afortunadamente. Con esto no quiere ni por un instante despreciar el sacrificio de quienes han dado su sangre por la dignidad de España; pero no sólo es sangre la que corre materialmente, y también dimos nosotros la nuestra.

Cuando en mayo volvía a España me encontré la protesta estudiantil en las calles, y mi actitud ante aquellos sucesos fue reprochada por algunos padres de familia. Decían ellos que yo había sublevado a los jóvenes. Acaso fuese verdad. A uno de esos padres contesté yo: «Ustedes se han limitado a engendrar materialmente a sus hijos, cosa que nada cuesta y en la que no hay sino placer. Quienes modelan su espíritu, son siempre quienes más dominio tienen sobre ellos».

Luego vinieron las elecciones, verdadero modelo, porque no las hicieron los electoreros. No estoy seguro de que esto vuelva a repetirse.

Vosotros -y me dirijo a los jóvenes estudiantes de hoy, con quienes creía iba a hallarme esta tarde- tenéis que afilar la hoz y segar. Ultimamente os habéis dedicado más a la siega; pero es posible que en esa labor se os haya afilado la hoz mejor que de cualquier otra manera. Es necesaria una siega de catedráticos. Hasta ahora, la revisión sólo se ha hecho por móviles políticos, y es preciso realizar también, atendiendo a la ineptitud de muchos de esos profesores que debían de estar en un asilo por cretinismo. Siempre que he pretendido, y ha sido más de una vez, formar expediente a un catedrático por inepto, no he podido lograr nada. Puede ser condenado un ministro; pero un catedrático no lo ha sido hasta ahora, y menos cuando el incapaz ha tenido hijos. De vosotros, estudiantes, depende que se haga enseñanza en la Universidad. Donde no hay maestría, no hay disciplina, o mejor, discipulina, que éste es el orden de los discípulos. Recuerdo ahora unas palabras del ingeniero zahonero: «¿De qué se quejan los maestros -decía él- si no han sabido hacer una generación que les pague?». De estas palabras se desprende, estudiantes, que vosotros debéis urgentemente hacer una generación que os enseñe.

Voy a seguir con mis recuerdos, pues de ellos vivo, lo cual es lo mismo que vivir de esperanzas, ya que quien no tiene pasado, carece de futuro, y quien no ha hecho nada, no puede saber lo que va a hacer. Mi esperanza es la resurrección de mis recuerdos.

Tomando pie de la Federación Escolar, dice que va a analizar el concepto que envuelve la palabra Federación.

«Para desentrañar conceptos, lo mejor -asegura- es destripar palabras. Hoy la Federación está siendo mal entendida por muchos. Pi y Margall era federal y entendía bien lo que era serlo. Nacido en Barcelona e invitado por aquella ciudad a unos «Jocs Florals», habló como catalán y como federal, no como español, en castellano. Y basta de este asunto, porque temo ir demasiado lejos.

Yo, estudiantes, os ofrezco todo, todo menos un partido. Partido, no. Entero. Algo más que un partido significa esto, porque creo que más que un hombre, soy un pueblo, dentro del cual luchan varios partidos entre sí. Mi niñez ha transcurrido entre contiendas civiles, las de los carlistas y liberales, que se metieron dentro, y he llevado siempre en el pecho un carlista y un liberal. Siempre he vivido en duelo íntimo, alimentando contradictorias posiciones y sintiendo la necesidad de disentir de cualquiera que defendiese una de ellas. No quiero programas. No soy hombre de programas. No soy hombre de programas, sino de metagramas. Me importa no lo que está antes de la letra, sino lo que está después y más allá de la letra. Lo que distingue a los hombres no es el programa, sino el método. No las soluciones que dan a los problemas, sino el modo de plantearlos. Esto es lo que a mí me importa, y mi método no puede ser otro que el de la interna oposición».

Recuerda luego que cuando empezó a aprender el alemán, en Madrid, sus primeros ejercicios los hizo con la lógica de Hegel, y que de ella, de aquella lógica de contradicciones, conserva él todavía la lucha, la revolución en las entrañas,. Que es la revolución más fecunda. «No seáis, estudiantes, dogmáticos, No tengáis dogmas, sino fe, fe que se alimenta de dudas». Alude luego a su larga vida de catedrático, y dice que quizá toda su vida de hombre no ha sido sino una lección de cátedra, no por un sueldo, sino por vivir, porque enseñar le era necesario, «Jóvenes -termina diciendo-, afilar la guadaña para que vuestros nietos no tengan que esgrimirla contra vosotros».

El discurso de D. Miguel, interrumpido varias veces, por calurosos aplausos, fue acogido al final con una larga y entusiástica ovación.

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